M. Martínez Forega
¿Habéis contemplado un atardecer sobre el Ebro en Zaragoza? A nadie de mis amigos, ni en los corrillos de coincidentes, ni en los comentarios escuchados al desgaire de mis intromisiones en ajenas conversaciones; nunca —puedo asegurarlo— he escuchado destacar esta característica zaragozana: la hermosura de sus atardeceres. Cierto que hemos vivido de espaldas al río, que el cierzo nos ha agitado cruzando alguna vez los puentes hasta abatir nuestra mirada; que no ha sido ésta, precisamente, una costumbre ciudadana, y que cruzar el Ebro es un rito nuevo, un trayecto obligado y no un paseo atractivo; que tampoco las riberas son transitables, y, las que lo son, están solitarias y dan miedo... Esa mirada fría que hemos echado siempre sobre el agua contrasta, sin embargo, con la inyección de sangre cuando vienen desde fuera con cisternas a llevársela: ignorancia y presencia atávicas de un bien que se ignora, pero se desea.
Pero es el Ebro culmen de un anhelo mítico, de un solar ibérico, de la necesidad de dar una razón a quienes desde los primeros tiempos no ignoraron que transitar por sus orillas, beber sus aguas, revivir en ellas, era fecundo privilegio y presencia viva del mito ya transmutado en el logos Ebro. Es decir, que la mala costumbre de no mirar al río es moderna, relativamente moderna.
Me imagino yo aquella huerta de la Almozara iluminada por la luna llena espejeada naturalmente por las aguas calmas de la "Revuelta", exuberantes de luz los muros de Madinat Al Baida (la "ciudad blanca", que así fue reconocida la Saracosta musulmana); resplandeciente a lo lejos como luna virtual, según cuentan las crónicas caminantes de los siglos X y XI, izada, así, sobre el horizonte oscuro como albo pensil en plenilunio. Y, dentro, el jaquel de los juegos estratégicos, en peligro un rey que, con amplia y despreocupada sonrisa, ideaba absorto la posición de los números en esquemas algebráicos...
Imagino yo a los veteranos soldados de Augusto elegir las orillas del Ebro para poner en práctica los preceptos de las églogas y geórgicas virgilianas, deslices literarios que (hoy es impensable) atrapaban las conciencias del pragmatismo de Roma y sobre sus sociedades ejercían determinante influjo económico: el puerto agitado por el comercio del aceite de Celsa, el vino de las faldas de la Ibérica, las hortalizas irrigadas por los galachos de Fuentes y El Burgo, y el ganado: la oveja rasa del Aranda y el caballo teplón de Azaila (montado sobre un equino azaileño, Lépido asistió a la derrota naval de Marco Antonio en el golfo de Ambracia), y la madera de Leciñena, de los Monegros (es decir, los "montes negros", henchidos de árboles y vegetación, como denuncia su etimología): el frenesí de la paz augustea junto al Ebro: el orbe romano.
Y a los tímidos iberos del Huerva y del Gállego, con sus extrañísimas fonologías y su probada resistencia a las intemperies climatológicas, convertirse en saldubeños junto al río que da entero nombre a tanto territorio hoy falseado por las modernas "marcas" carolingias, por centralismos de ecléctico aluvión o por araneros cráneos trapezoidales de origen desconocido (u omitido, que es más grave).
Imagino yo la visita primera a esta "tierra de conejos" (que es lo que significa Ispahan, nombre original que los fenicios dieron a nuestra España) de los pueblos de Tiro, que no se quedaron tan adentro, que nos regalaron el alfabeto con el que hablamos y escribimos, sin embargo. Y me gustaría creer que el almirante Himilcon de Carthago remontó el Ebro con ánimo fundacional para dejarnos los aromas de Dido en sus orillas, y que su efigie (cálida ceniza de la forma ardida en la pira de Byrsa) en verdad fertilizó esta tierra bajo la luna que luego abrazaría a Madinat Al Baida antes de viajar hacia el sur, mucho más al sur, para adentrarse en el cauce del río Níger.
No imagino yo a aquellos pueblos adosados al río, sino con sus ojos en el cauce, ahondando en la vida de sus corrientes, en las márgenes agitadas de trasiegos mercantiles, atraídos a sus orillas por la fuerza centrípeta de los remolinos... Y encarar el oeste cada tarde para ver los dorados arcos del sol sobre poniente, y arrostrar el viento si preciso fuera (el viento que —entonces lo ignoraban— llega desde el cabo Dunmore en la Green Erin) por mirarse en el marco tangente del astro sobre el móvil horizonte de cristal.
Porque esas Zaragozas ideales o reales ya no están, y existieron de verdad y de mentira, y conocieron sucesivos tiempos de laboriosidad animada por la vida del agua. Tampoco el huerto abierto y larguísimo, feraz, exquisito, ha sobrevivido a la reja de los arados promotores de escombros: hoy la borraja yace bajo el asfalto de una avenida abarrotada de radares.
Aquellos seminarios de hombres que instauraron con su presencia y transmitieron caracteres únicos por su diversidad y capacidad de convivencia, que hicieron de esta tierra y de Zaragoza las más libres de la Península Ibérica, refugio de exiliados castellanos, adalid jurídico de sus intrautonomías (argumento fundamental que ha olvidado la más desagradecida historia reciente), miraron con ojos horizontales, a lo lejos, dejándose llevar por la certeza de encontrar otros universos y partieron: se fueron a Italia, a la Magna Grecia, a Flandes, a Borgoña o a Bohemia, incluso a Cuba. Y nadie quedó para asomarse al río... Sí, he abierto un largo paréntesis, he dado un salto sobre un vacío lleno que aquí no cabe: desde aquel Rodrigo Díaz aliado de Motámid en Graus contra Ramiro; desde aquel Pedro que llenó de fieras africanas el jardín de la Almozara; desde aquel troubadour encerrado en la torre de la Aljafería; desde los ábsides y atalayas mudéjares; desde las coronaciones reales en templos flamígeros; desde los perniles que Jaime I degustaba en Tarazona leyendo en latín los primeros versos goliárdicos; desde Galindo Galíndez a Yolanda de Anjou (princesa melómana en Angers) desde Felipe Boyl, que partió de Castiliscar para ganar 600 libras en la palestra inglesa de Smithfield y el título de caballero para su hijo, a Alfonso V... Hombres y mujeres de esta tierra que todavía buscaban con sus ojos el valor y la belleza y dieron por fin en diseñar la «Florencia española» o «La Ciudad de las Mil Torres» hasta que llegaron las piquetas napoleónicas con forma de cañones para amontonar escombros sobre escombros.
También entonces huyó de aquí la Ilustración para dar paso y asiento a aquella burguesía rural inestética e insensible, de inequívoco gusto hortera, que en cada vestigio arqueológico veía un pedrusco y lo apisonaba. Se sustituyó la mirada horizontal por una vertical que nada de espiritual tenía, salvo en el perverso trasunto de su ambición.
Y semejante eutrapelia verbal tiene, sin embargo, síntesis alegórica y forma estética. La contempla ahora un pseudoaugusto sobre flotante peana, metamórfico, a punto de prorrumpir en juramentos por tantas pérdidas. Y de aquella larva bella diferida por esas civilizaciones, que se envolvió en capullo de niebla para desaparecer a los ojos de los depredadores, ha surgido de su quiescencia invisible este imago monstruoso que en seguida se expondrá a otras miradas sin memoria. Como fantasmas nunca idos, sombras de aquellas ánimas primigenias surgiendo de las boiras como paños de los telares de Isis, vuelven las otras Zaragozas a decirnos lo que fueron: en el catafalco de su azotea, como Dido rediviva, mártir igualmente en la leyenda y en el poema, vestida con las cenizas de su pira, emergente en la bronceada belleza de su cuerpo, de espalda a la catástrofe, la Zaragoza Fénice de Agustín Querol. Y, sobre el vano, en equilibrio estable, echando una ojeada de pavor y escepticismo, el modesto pero enérgico valor regresado del bucólico habitante (Virgilio otra vez): el Títiro de Pablo Gargallo (labor omnia vincit / improbus); el relator de los lugares amenos de Lucrecio (natura maxime miranda in minimis).
¿Pero qué es lo que evidencia ese gesto, esa supervisión? Pues lo que sucede a veces —sólo a veces—: la naturaleza, pese a su metamorfosis urbana, no ha perdido ni un ápice de su inteligencia y se sirve de un mediador: lo elige, de entre muchos, con rigurosos criterios de selección para rendirle pleitesía mediante el tamiz del ser (no del estar, no del parecer); o sea, a través de aquello que constituye la esencialidad de la mirada que se echa sobre lo que se mira y cuyo relato reúne los elementos que determinan y configuran su hermosura: la emoción distintiva, la resolución diversa de una misma realidad para trascenderla; un no sé qué, en fin, que la une muy íntimamente a la poesía: la lírica dicha en su abstención etimológica a través del poeta.
La lírica se eleva por encima de toda sospecha azarosa, aunque se revela munífica la conciencia artística prevista en cada mirada y cada intuición —rasgo distintivo de la conciencia artística— transmutando armónicamente al lírico en artista o viceversa para ofrecernos la magia del escorzo, el gesto inverosímil que da pábulo a la armonía, a la euritmia de las formas: un pasado renacido contra un presente agónico, y nada tiene de extraño que semejante oposición establezca un equilibrio, al fin y al cabo, ya Hegel y el materialismo histórico formularon la necesaria y permanente convivencia de los contrarios que, aquí reunidos, afirman que la realidad no desdice la paradoja, sino que (y es éste su mérito mayúsculo) la constituye, porque esa paradoja es una fórmula artística sobrepuesta a nuestro efimeridad y proyectada en su dimensión temporal única y dada, tal y como magníficamente la describió Octavio Paz. La poesía ha de escarbar en el almacén de la memoria intelectual con el garfio del recuerdo estético.
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