30.10.11

Alfredo Saldaña e Ignacio Escuín en la Campana de los Perdidos (29.10.11)

Alfredo Saldaña en 2008 (Zaragoza)


Tengo la satisfacción, más que de presentarlos ante vosotros, de compartir con ellos esta noche. Son muchas las razones que me caben y que no caben aquí, aunque una sobre cualesquiera otras es imperativo destacar: son mis amigos. Tres generaciones peinan la trenza de esta amistad. Alfredo Saldaña, aragonés de Toledo,  desde aquel lejano suyo Fragmentos para una arquitectura de las ruinas que, en borrador, me entregó y sobre el que, todavía inédito, escribí en el desaparecido periódico El Día. Dije allí (y permitidme la arrogancia) que en Alfredo Saldaña teníamos a un poeta de altura, y añadía: Ya lo veréis. Estábamos en 1988 y, desde entonces, han sido muchos los momentos que han signado una amistad irrompible y gratísima unida siempre a sus avatares literarios y profesionales. Hoy, además de los libros de poesía que nos ha entregado (Pasar de largo, Palabras que hablan de la muerte del pensamiento, Humus), estamos también ante uno de los mejores conocedores de la estética de la postmodernidad. Sus estudios son celebrados y uno reciente aparecido en los "Papeles de Trasmoz" resulta ser una joya que debemos leer para saber por dónde van los tiros y los troyanos en esto de las fuentes estéticas de una corriente que no se sabe muy bien qué cauce toma y cuál abandona. En cualquier caso, Alfredo está esta noche aquí como poeta, como un poeta discreto y no muy pródigo, muy rilkeano en el asunto de abordar la poesía con paciencia. Habrá que encontrar en él a un recaudador  de Eliot sin Eliot, de Pound sin Pound; habrá que afirmar que la metapoesía de Saldaña es una vuelta de tuerca más contra la corriente única que ha señalado con estolidez supina el fin de la historia. Pues no, ni fin de la historia, ni fin de nada. En Alfredo Saldaña encontramos un principio que apunta a sustituir tanta palabra estúpida y anecdótica de la última poesía española por una palabra precisa, por la  sintaxis de un pensamiento que en ningún momento abandona ni desdice la posición que ha de ocupar el ser humano. Resulta ser una epifanía del verbo, una revelación de la conciencia poética que Valéry habría saludado con entusiasmo, pero que, en cambio, es ininteligible para los anecdóticos exangües y el insoportable amaneramiento de una experiencia engañosa que nos embuten con colorantes y espesantes.

Ignacio Escuín en 2010 (Barcelona)

Resulta que Ignacio Escuín fue alumno de Alfredo Saldaña y que luego Alfredo Saldaña dirigió su Tesis doctoral, y que Ignacio Escuín (que no para ni un segundo de hacer cosas) había dirigido la revista universitaria Eclipse y que, al tiempo, se sacó de la manga la editorial Eclipsados que tanto y tan bien ha dinamizado los últimos años de la poesía aragonesa con evidente repercusión fuera de su territorio. Coordina además en la universidad zaragozana el programa Este jueves poesía bien conocido de todos. Nacho tiene treinta años y ha hecho tantas cosas que uno se marea. Entre ellas, publicar en Eclipsados Humus, el último y señalado libro de su profesor, director tesital y amigo. Pero él no ha dejado de escribir. Su primer libro, Profundidades, es de 2005 y el último, Habrá una vez un hombre libre, de 2009; en el intervalo, Ejercicios espirituales, Pop, Couleur y Americana. Ignacio Escuín ha declarado los siguiente: "no más tinieblas en mis versos. No más versos oscuros ni en este papel, ni en mi vida, ni en mi cama". Lo dice, precisamente en ese último título, en Habrá una vez un hombre libre; pero lo había hecho antes que dicho ya en los dos inmediatos anteriores, al menos con la nitidez que él quiere constatar en su declaración principal. Y a ella se entrega a través de dos señaladas morfologías: la prosa rítmica y el verso polimétrico.  Es verdad que utiliza más metáforas, más símiles, como en el poema sobrevolado por un conocido buitre que recoge la derrota de España en los cuartos de final del mundial mejicano de 1986. Él lo sabe, pero quiero recordar a todos que el gol del empate de España lo metió el zaragocista  Señor desde fuera del área a pase del zaragozano Víctor sacando un córner. Hay más símbolos; Couleur es un libro enteramente simbólico. Sin embargo, ni en uno ni en otro caso -ni en Couleur ni en Americana- ha prescindido de la claridad; ha borrado las tinieblas y ha dejado un leve difuminado en donde se aprecia el sentir y la engañosa persuasión de la belleza, aunque también su certeza y su violabilidad; la observación también atenta de este nuevo poeta en Nueva York descifrando y constatando los tópicos y encerrándolos para siempre en The Club, ese escogido emblema lleno de pijos de la 5ª avenida en una época de esplendor diseñado, calculado y falaz absorto en la utópica influencia de la ignorancia.

Cuando Alfredo publicó su primer libro en 1989, Ignacio tenía ocho años; no cabía entonces en su imaginación que luego, entre otras cosas, los uniría un Humus. Cuando España cayó en los cuartos de final en Querétaro en 1986 (partido que recuerdo con cierta nitidez), yo tenía treinta y cuatro años; ni sabía que Ignacio cumplía cinco ni Alfredo veintidós. Ortega tenía razón al establecer entre diez y quince años los intervalos generacionales. Nosotros tres somos hoy la prueba: tan distantes y tan cercanos. Y, sobre todo, con la daga de la cruel vivisección guardada en el cajón.

19.10.11

Poder, iglesia y ejército

Imagen publicitaria en la calle Alfonso I


Durante dos días el centro de Zaragoza y buena parte de la margen izquierda han estado cerrados al tráfico por tres actos religiosos: ofrenda de flores, ofrenda de frutos y rosario de cristal. Tres, nada menos que tres. La inclemencia con que se trata a los ciudadanos en estas ocasiones es de tal calibre que ni resignación cristiana ni hostias bastan para soportarlo. Lo del rosario de cristal fue ya el colmo de la desfachatez tolerada por unas autoridades que, pase lo que pase, siguen rindiendo pleitesía medieval a una institución como la iglesia plagada de sombras, de delitos, de aberraciones humanas que no sumaríamos ni aunque pasasen otros dos milenios. ¿Por qué todo el recorrido tuvo que estar lleno de altavoces a un volumen insoportable para escuchar las letanías de tanto energúmeno rayano en la psicopatía? ¿Por qué tengo yo que escuchar, quiera o no quiera, esos dolores fatuos cuyos únicos misterios hace ya años que están revelados? ¿Qué he hecho yo para merecer estar encerrado durante ¡tres horas! con mi coche en una calle comiéndome las uñas porque no pude salir de allí para paliar el verdadero dolor de mi hermano recién intervenido de una gravísima dolencia? ¿Qué ha hecho mi hermano para merecer esa soledad dolorosa y dolorida? Porque de lo que estoy completamente seguro es de que la virgen no va a acudir a su habitación del hospital a ponerle la mano en la frente ni a cogerle delicadamente la mano. Alguien dirá que podía haber dejado el coche en casa; pero hay varias razones para lo contrario. Bastan dos: una jurídica: tengo el mismísimo derecho a coger mi coche que a ir andando; y otra coyuntural e imperativa (como imperativas resultan a otros muchos ciudadanos por distintas causas): una carga imposible de acarrear caminando o en la deficiente red de transporte público. Y otra razón más: ¿qué se hace con los derechos que asisten al resto de los ciudadanos de Zaragoza? Si ese rosario vitral de la iglesia-espectáculo congregó a cincuenta mil (?) individuos, ¿qué pasa con los otros sescientos cincuenta mil ciudadanos y sus derechos a la libre circulación? Pues sencillamente que el poder temporal (hoy inmensamente minoritario y único que a la iglesia le ha interesado siempre) se ha impuesto a la concluyente mayoría que no acudió a semejante parafernalia hipócrita y acústica; puro espectáculo del peor gusto y de insufrible anacronía. 

(Recordaré aquí unas palabras de mi padre, cristiano, pero razonadísimamente anticlerical; anticlericalismo que a punto estuvo de costarle la cárcel allá por los años 60, cuando discutía a voz en cuello las homilías de los sacerdotes en misa nada menos que en el intocable templo de El Pilar, donde entraba siempre sin descubrirse: lucía boina y -gritando- llamaba mentiroso al cura de turno. Le libró del trullo la incredulidad de toda la jerarquía (la eclesiástica y la política), a la que no le cabía en la cabeza que alguien que no estuviera rematadamente loco tuviera la osadía de conducirse de esa manera. Menos mal que, además de no dar con sus huesos en el ergástulo, tampoco fue conducido al manicomio, pues aquellas palabras que ahora ya sí recuerdo destacaban por su lucidez: "Cristo vive, pero la iglesia lo mata cada día con sus rezos y paga a mercenarios para que lo hagan". Así, literalmente (nunca lo he olvidado), se expresaba mi padre, a quien bastaba con decirle que había misa o rosario ese día para que me justificara las tres o cuatro pirolas que hice cuando estudiaba bachillerato.)
  
Pero a lo que íbamos: el ayuntamiento -para aquellas y otras sandeces- no sólo se arroga la apropiación por la fuerza del espacio público que se sostiene con los impuestos de todos, sino que, además pone toda su maquinaria en marcha, todos sus medios: coches, motos, vallas, cierra calles aquí y allá, coloca agentes con porra y pistola que reciben órdenes inviolables ni siquiera por la la fuerza de la razón; refractarios (como la misma iglesia) a cualquier argumento humano, auténticos robocops. Nada ha cambiado: Poder, iglesia y ejército juntos de la mano ejerciendo una represión que no lo parece y que por eso es mucho más grave.


Yo pregunto a ese mismo ayuntamiento si estaría dispuesto a obrar de la misma manera: cerrar las calles, vallar aceras, impedir la libre circulación (por la que pagamos elevados impuestos), colocar agentes hieráticos... si se le propusiera una acción de "otra cultura"; una concentración de poetas dadaístas, por ejemplo, lanzando improperios contra las instituciones y la anómala y fervorosa burguesía. Estoy seguro de que, en ese caso, sus argumentos serían los mismos que yo aquí expongo como inaceptables. Así son las cosas y así serán hasta que no pongamos pies en pared.

16.10.11

Félix Romeo


Félix Romeo en 2001 (Foto tomada de 20 minutos)
Félix Romeo ha muerto esta mañana. Lo he sabido por la nota de urgencia aparecida en El País digital  que me ha pasado Fernando Sarría por el chat. Félix era mi vecino; vivía en el nº 92 de Conde de Aranda, tres portales más allá de mi casa. Lo vi por última vez el domingo  día 2. Pasaba por la calle Santa Inés. Yo hablaba porel móvil; nos saludamos tomándonos la mano, sin palabras.
Echaré de menos a Félix, con quien, desde su aparición, jovencísimo, en las páginas de aquel periódico efímero zaragozano (El Día), compartí amistad. Su imagen era entonces la de un adolescente delgado, con gafas de sol, ocultando el que era su verdadero retraimiento siempre bien disimulado. De una curiosidad infatigable, recuerdo que le dejé unos manuales de lengua checa en italiano: Félix quería aprender checo. No sé si lo consiguió a través de esos libros, aunque sí sé que nada que quisiera aprender se le resistía. Formaba parte de mi elenco escogido de receptores de los "Libros de Berna", que siempre agradecía con generosidad singular. Hace muy poco recibió el último: Insultus morbi primus de Miguel Serrano Larraz
Me gustaba Félix, aunque a veces discrepábamos (no podía ser con él de otro modo), y recuerdo una amistosa discusión casi interminable en torno a Proust (Por el camino de Swan) en Benasque, en aquellos "Encuentros sobre el amor" que organizó Túa Blesa y que contó con la presencia del inefable Antonio Gala. José Antonio Labordeta estuvo junto a nosotros en esa ocasión. Dos pérdidas muy lamentables. Verdaderamente irreparables. Félix: sé, ciertamente, feliz. 
7 de octubre de 2011