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"Si así lo quiero, reír es pensar". En esta frase de Georges Bataille se encuentra buena parte (la mejor) de lo que me gusta hacer. Me encojo de hombres. Licencia Copyleft Creative Commons
Jumpin’ Jack Flash es una canción de principios de 1968. Le acompañaba en su cara B un tema reminiscencia aún de los modélicos delirios psico aparecidos un año antes en el álbum Their Satanic Mjestic Request. Ese tema, magnífico, ha ido diluyéndose en la discografía stoniana y ni siquiera en las recopilaciones ha gozado de gran fortuna. Pero a mí me encantaba Child of the Moon, con rasgueos en Mi y en dos sostenidos que me hacían, también a mí, delirar. Luego se lo oí a Richards en el Hotel “Praga” de Madrid, en un concierto para 300 personas y a cuyas notas el pobre Keith no llegaba de ninguna manera., aunque daba igual. A Jumpin’ Jack Flash le seguiría de inmediato Street Fighting Men que llevaron como consigna en sus megáfonos móviles los revolucionarios del “Mayo” por las calles de París.
Este tema se editó en un sencillo (You can’t always get what you want era la cara B) en 1969, pero fue compuesto por Jagger y Richards bajo los respectivos pseudónimos de Nanker/Phelge (les daría entonces alguna vergüencilla) en 1964. Aunque rythm’ blueseros (el influjo determinante de la música black a través de Alexys Corner) y rockeros, no debió entonces parecerles bien dar una vuelta de tuerca a la bien fresada rosca de su sonido garajista y metálico. Cuando, a la muerte de Brian Jones, se lanzó el Honky Tonk al escenario del concierto del Hyde Park londinense en homenaje a Jones, Mick Taylor lo sustituía. Taylor se había formado en los bluesbreakers de John Mayall y trajo una guitarra algo más oscura, más grave y envolvente que dio a la pieza el tono justo y quebradizo que necesitaba. En ese homenaje Jagger leyó unos poemas de John Keats, gesto que resultaría determinante por cuanto supuso el regreso anticipado a un ¿neorromanticismo? que desarrollaron algo más tarde Roxy Music, Brian Ferry en solitario, el otro Brian, el Adams, etc. y concitó buena parte de la estética trasvestista (en seguida Bowie se lanzaría a la palestra de la ambigüedad) muy desarrollada en aquel Goat’s heat soup (con Angie, Dancing with Mr. D., It’s only rocn’n roll…) de 1973.
M. Martínez Forega
Noche en “El Páramo” el día 4 de abril. Esa noche cambié, como muchos, el paso y me dirigí con unos cuantos amigos a escuchar a Octavio, que –decía- se presentaba ahí Con el sueño cambiado. En realidad, lo cambió todo. Vino con nosotros María, una gelleguiña recién llegada a Zaragoza para toparse con cosas buenas. Pero Octavio dijo: voilà! y añadió that’s all! Para dejar paso a toda una serie de bandas que sonaban de puta madre. No recuerdo sus nombres (hablábamos y hablábamos y mi único oído bueno debía atender a dos bandas); el muchacho que comenzó la seriada noche magnificó su voz con rasgueos y melodías entre Neil Young y Don McLean, y luego apareció allí un grupo que hacía un rythm’n blues cojonudo; me abandoné a su potente sonido y a una armonía que hacía tiempo no escuchaba, claro que mi primera sorpresa nada más llegar a ese garito fue escuchar el Can you ear me knocking de los Stones, que me abrió en canal, de manera que lo que siguiera tenía que ser necesariamente bueno. Y esperando, esperando que Octavio apareciera, quien apareció por allí y por sorpresa fue Pilar Peris, con su boca perfecta, con sus labios en mis ojos, y mis ojos dando tumbos por la barra. Y Octavio sin aparecer (¡maldito reciario de Cortázar!). Pepe Montero y yo ya llevábamos un buen rato esperando, ¡eh!, y yo ya le había dado ya un par de meneos a unas empanadillas que nadie se atrevía a tocar; bueno, lo hizo primero –creo- Ingrid Magrinyá justo antes de liarse uno de esos cilindros perfectos y extremadamente lineales que es necesario mirar dos veces para verlos; su gesto diluyó mi pudor. Octavio seguía sin aparecer; de hecho, dejé de verlo, ni siquiera su cabeza asomaba entre todas las miniaturas allí concentradas. Así que nos fuimos. Durante el trayecto de regreso a mi casa de Conde Aranda, regalé hasta cuatro cigarrillos; fue una noche completa en todo: nunca me habían pedido en la calle tantos cigarrillos; nunca llegué sin tabaco a casa. Todo había cambiado.
M. Martínez Forega
Llego de “La Campana” con el ánimo exaltado. Fernando Sarría (que hizo un huequecico para su magnífico poema recordando al padre: la imagen de la pipa como nexo vital me emocionó hondamente) ha hecho un buen trabajo y nos ha puesto a todos los pezones largos; nos ha introducido en el templo donde los cangrejos de mar deambulaban a sus anchas por los pubis de las muchachas y nuestras comisuras parecían cataratas. No me extraña que Luisa Miñana hiciese una pausa con dos puntos bien medidos en su poema para avisar: restez un peu plus. Con todo lo satisfactoriamente instintivo que resulta, “no todo va a ser follar”, aunque Magdalena, cuando se izó a la tarima, siguió navegando por esos procelosos paisajes marinos y, pasando de Calypso, en un escorzo diacrónico arrojó a Odisseos al salón de Salomé y salvó la cabeza del Bautista por arte de Circe con un canto al amor carnal que me puso los pies en la cabeza. Antes, Jesús Jiménez se largó un poema de contenido y forma esplendorosos sobre el que la existencia (en toda la extensión de la palabra) nada puede contestar, así de concluyente resultaron para mí sus dudas sobre el mar, sobre el cielo y su certeza sobre el catafalco. Y Carmen Ruiz se merendó, porque puede, a Nueva York entera, ya harta –imagino- de tanto hastiado icono. Algún día debería leer ese poema en The Club.
¿Por qué no llenar un día el escenario a carcajada limpia?; sólo eso: carcajadas. Me lo propuso Ángel Gracia, con quien, naturalmente, me reí muy a gusto a lo Georges Bataille (Georges Bataille, “demasiado para el cuerpo”).
Luis Felipe, durante el off, silbó a lo grande y no vulneró el aire con sus versos de poetas aragoneses. Propuso que adivináramos su pertenencia y aprovechó para homenajear a José Luis Alegre, que lo merece sobradamente. He de decir que, con alguna dudilla, se adivinaron todos: Guinda, Gastón y Alegre.
Y, de colofón (que no de colofín), conversé con Miguel Ángel Ortiz para coincidir en varias cosas: que estos ciclos deberían institucionalizarse socialmente, que se hicieran cada año durante años, vamos. Advertimos el buen rollo de la poesía aragonesa y de cómo la amistad reina sobre cualquier otra actitud en torno a cuantos forman parte de este movidón (creo que sí, que ya es un movidón) y que ese carácter amistoso resulta ser una de las claves de que todo esté funcionando como (no sé si decir coño) jamás lo había hecho, porque todos nos alegramos espontánea y sinceramente de lo bien que le van las cosas a los demás, no nos damos puñaladas, admiramos con distancia y sin ella a padres y abuelos, vivimos con cortesía y buenas dosis de gentileza en una coetaneidad que reúne a varias generaciones poéticas sin que ello suponga ningún conflicto, al menos reseñable; que hemos dejado mucha de nuestra megalomanía en los cajones (acaso cojones). Varias señales: el programa “Los chicos están bien” de Vilas (luego libro en Olifante); el monográfico de Criaturas saturnianas; la muestra 20 poetas aragoneses expuestos (también en Olifante) y este mismo ciclo de “La Campana de los Perdidos”. Me los citó Miguel Ángel como estimables y acertadas referencias. Que todo siga siendo la mejor prueba de lo dicho. Y gracias a todos cuantos lo hacen posible (en estos casos no se suele citar a nadie por si las involuntarias omisiones).
ME ARROJÓ UN GUANTE
Y en el campo de la noche, yo solo
bebo en el filo puro la victoria.
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UN BOCATA MATINAL A ORILLAS DEL TAJO
Cuando, en un mítin de reivindicación identitaria, en un momento dado, Josep Lluis Carod Rovira (?) escuchó desde la tribuna de oradores un grito espontáneo salido de entre el público en estos términos: ¡¡Hala, maño!!, el boicoteador dejó de serlo en ese mismo momento. El anónimo exclamador fijaba así una realidad incontestable (aunque enmascarada por la voz de un «personae») y trasladaba al orador el papel protagonista de la parodia, cuyo núcleo argumental se omitió en el programa de mano. La paradoja inherente reclama, cuando menos, unos minutos de reflexión para ser redefinida (y, en consecuencia, rediseñada por el tramoyista), y para ser contestada por quienes traducen como falaz la mimesis del arte sujeta a las reglas. Carod es un plagiador consentido, oculta sus fuentes o las destruye para no ser contrastadas y se ha erigido en representador. Sabemos, sin embargo, que el arte, hoy, no consiste en reproducir la realidad, sino en interpretarla; de lo contrario, el arte sería unívoco, dictado, enajenador. Un dios, una patria, un republicano (¿de qué signo?) es la trilogía obvia y vulgar representativa de la conciencia normativa del arte trasladada al paradigma social. Pese a todo, jamás la norma puede supeditar a la razón (Valle-Inclán dixit). Carod es normal, pero no tiene razón cuando, por ejemplo, exige que se le llame Josep Lluis y no José Luis y, sin embargo, consiente que en la rúbrica de la calle donde se aloja la Facultad de Bellas Artes en la Universidad de Barcelona se lea Pau (y no Pablo) Gargallo o signe los indicadores de dirección como Saragossa (y no Zaragoza) en las calles de Lérida.
El anacrónico «Manifest» que en ese mítin leyó Carod debe ser, en mi opinión, defendido por el pueblo catalán (gentilicio, por otra parte, de dificilísima asignación en Cataluña); defendido por aquel pueblo que ha sabido traducir críticamente el contenido del mensaje del orador-actor (teatro al fin, drama) y, más, la síntesis de la realidad catalana revelada en las palabras del exclamador; texto, en fin, que interpreta -no representa- la realidad.
Fuga salutem petere intenderunt