Jesús Soria transitó por la mimesis; su psique, adherida a la exégesis del argumento, se mimetizó con las ficciones fílmicas. Escogió películas referenciales que ahondan en diversos asuntos para él significativos, capaces de desencadenar su propio conflicto o de identificarse con su trasunto emocional. Desde
El ángel azul y
El séptimo sello hasta
La rosa púrpura de El Cairo;
The Doors,
Casablanca,
El hombre de Alcatraz,
Desayuno con diamantes...,
Jesús Soria fue intercambiando lides, ataviándose (o arropándose) con el corazón y los sentidos de quienes se desplazaban por la pantalla tratando, a su vez, de encontrar al espectador ideal, y fue éste
Jesús Soria. Recorrió, pues, buena parte de su libro
The End, título más que revelador del blanco y negro y del color de aquellas ficciones tomadas de una hipotética realidad que, por fin, resultan más reales acaso. Sin ninguna duda, resultaron más literarias y de ello se encargó el poeta
Soria para dejar constancia de esa certeza tantas veces diluida en unas pupilas sin memoria.
Ignacio Escuín estuvo brillante. Su lectura rayó en el grato rapsodismo, lo cual le viene muy bien a la poesía; pero, además, eligió sus textos más próximos a un lirismo cercano, dejó a un lado la distancia, embocó de cerca, desde el punto de penalty, y empezó a meter goles por un tubo, más que
«El buitre». Esos balonazos iban directos al corazón, pero sin engaños. El portero, simplemente, quedaba paralizado, haciendo una estatua imperativa porque no era el embaimiento del gesto, sino la simple mirada lo que le sobrecogía. Hubo un encendimiento en la grada, la apoteosis lanzada a la red, un fuego espontáneo, una combustión del ánimo, una rendición a la palabra buida, exacta, con toque, sin perífrasis inútiles (sin enfáticos regates que terminan en un insulso y decepcionante fuera de banda, quiero decir). Y allí, sobre un césped lucreciano, se tumbó el amor para afilar la lengua con metáforas que hacían de la guerra de las multitudes un combate singular. Pero también
Escuín se quitó la camiseta para mostrar el pecho, el tatuaje del pecho, y rendir pleitesía a la memoria, al hálito censor tan necesario y señalar que era él, él, quien lo decía:
Ignacio Ecuín, más elegante incluso que
Carlos Lapetra.
Cuidado con el Perro:
Omnia vincit verbum. Si, además, ponemos música a este latinajo certero, nos topamos de frente con
Cave Canem, donde la sílaba nasal lanza de inmediato un eco de campana gruesa, de badajo lento y armonioso, rítmico, pendular que vierte en los pabellones un aire cálido y pautadamente modelado. Tiene este dúo un qué sé yo de moderno clasicismo, un arrojo culto fundado en sus escorzos verbales y en su sabiduría musical: piano, voz, piano, voz...; voz, piano, voz, piano... agudos y llanos (es decir, inteligentes y modestos, como las secuencias tetrasílabas y trisílabas de ese ritmo versicular).
David Guillén y
Rafa Sanemeterio disponen así de una afición cuya lealtad está fuera ya de toda duda, una afición esdrújula, tónica y, por lo tanto, acentuada en su gusto, agudizada en su oído y son-ética. Tienen un no sé qué de atracción, un busilis —diría
Galdós— que arrebata y que solicita más dedos y gargantas,
plus des doigts et des gorges —diría
Marcel Duchamp—, pero no más de dos:
la voix et le piano, como atestiguó
Claude Debussy para sus
Chansons. Esta noche, con actitud,
Les Champs Élysées sonaron a francés lombardo quizá por aquello de que fue
María de Medicis quien decidió poner árboles a un camino en medio de un campo, pero sonó a francés. El Perro ha paseado elegante y sincero por entre los troncos, marcando incuestionablemente su territorio, incluido el arco del triunfo.