El susto tremendo que el goliardo Arcipreste de Hita sufrió al toparse —allá por el siglo XIV— con un toro salvaje en el el puerto de Navafría (tributo de su holganza serrana): «Cerca la Tablada/la sierra pasada...», representa, en lo que mi memoria alcanza, el primer testimonio literario de la presencia en nuestra geografía de bravos astados cuya génesis está, por otro lado, llena de incertidumbre. Lo que sí parece seguro, en cambio, es que sólo nuestra península se precia de aplicarse genuinamente a tan hermosa crianza y continúa con ello cultivando la mejor alegoría del tan manido y veraz espíritu trágico hispano; al menos cultiva uno de los elementos necesarios (el otro lo proporciona el pueblo) de esa alegoría cuya singularidad peninsular es más que manifiesta. Por ello mismo, por hincar nuestra cultura sus raíces en tan honda tradición (que no es diociochesca, ni mucho menos), hemos sido testigos —nosotros también— de la presencia constante de la tauromaquia en tantas manifestaciones artísticas sobresaliendo la más visual emblemática plasmada en nuestra tradición pictórica que, esta vez sí desde el siglo XVIII, viene mostrándose impertérrita a la detracción (en este país se ha matado a más moros que a toros y nadie se ha escandalizado). Una prueba de lo que digo es que casi sólo en el área cultural hispánica la tauromaquia es «tema» plástico que ha dejado constancia de su contenido trascendente y, sin ambages, ha traspasado los límites regionales para convertirse con pleno derecho en motivo de admiración y ajeno reconocimiento idiosincrásico; claro que esto solamente porque se funda en el ámbito de lo popular (¿no es bastante?) y se inscribe en el plano universal de las emociones humanas; más allá: en la dramática humana; y aún más allá: en la metáfora universal del cortejo nupcial que el hombre mantiene a lo largo de la vida con la muerte: tragedia en principio, pero símbolo inexcusable único que le permite, si no burlarla definitivamente, sí, al menos, capearla.
Aunque todo tiene su explicación. Si España —exceptuada la civilizadísima Cataluña— ha sido capaz de crear para sí y para otros ojos tan buido espejo reflexivo, es porque alguien se había encargado de ir descubriendo los materiales. El «Midi» francés abraza ahora la «Fiesta» con inusitada pasión (algo que hoy no hace la vieja «Marca Hispánica»): ¿es ésta la venganza gala por la victoria —nunca perdonada— de Carlos Martel en Poitiers sobre Agramante? Y es que es bien sabido que alancear un toro salvaje en el campo era práctica común de los árabes españoles, práctica que trasladarían a la palestra palaciega para probar el valor de los caballeros musulmanes. Claro que no siempre les acompañaba la fortuna y, vivo el toro —o malherido—, muerto el caballo, el doncel que se preciara debía continuar a pie, alfanje en mano, la faena que inició a caballo. Nicolás Fernández de Moratín, padre del más famoso Leandro, sabía mucho del origen árabe-español de esto de «los toros». Pero hay más: también las cortes barrocas organizaban su «fiesta» a la usanza mora, como lo atestigua el conde de Villamediana, que, además de excelentísimo poeta culterano y Correo Mayor del rey Felipe IV, era un buen alanceador. Los chismes de palacio le atribuían amores con la reina Isabel, y ésta, viendo una tarde al noble enfrentarse a un toro en la Plaza Mayor, a caballo y con gorguz, exclamó: «¡Qué bien pica el conde!». La respuesta del rey-esposo fue inmediata: «Pica bien, pero pica muy alto.»
Sirva esta acaso innecesaria anecdotología para constatar lo que no puede dudarse: la originalidad con que la cultura española ha ido prendiendo a sus alamares el arma irresistible de la muerte, el genio de su desdoblamiento en la proximidad que toda convivencia con ella usurpa al miedo, la osadía que es motivo primordial del héroe lidiador y diestro de la poesía que cultiva, ruedo donde los pusilánimes sorteamos, al alimón con el torero, cada lance del asta, cada tornillazo que nos lanza la bellísima y poderosa osamenta poliforme, con el sudario de franela.
Como un fatum de ese prendimiento de nuestra cultura, Larra —enemigo irreconciliable de la «fiesta»— jamás pudo imaginar que el primer conocedor público de su suicidio y heraldo del mismo ante sus colegas en el café del Príncipe, hubiera de ser el banderillero Mirandita.
¡Qué hermoso destino!
Aunque todo tiene su explicación. Si España —exceptuada la civilizadísima Cataluña— ha sido capaz de crear para sí y para otros ojos tan buido espejo reflexivo, es porque alguien se había encargado de ir descubriendo los materiales. El «Midi» francés abraza ahora la «Fiesta» con inusitada pasión (algo que hoy no hace la vieja «Marca Hispánica»): ¿es ésta la venganza gala por la victoria —nunca perdonada— de Carlos Martel en Poitiers sobre Agramante? Y es que es bien sabido que alancear un toro salvaje en el campo era práctica común de los árabes españoles, práctica que trasladarían a la palestra palaciega para probar el valor de los caballeros musulmanes. Claro que no siempre les acompañaba la fortuna y, vivo el toro —o malherido—, muerto el caballo, el doncel que se preciara debía continuar a pie, alfanje en mano, la faena que inició a caballo. Nicolás Fernández de Moratín, padre del más famoso Leandro, sabía mucho del origen árabe-español de esto de «los toros». Pero hay más: también las cortes barrocas organizaban su «fiesta» a la usanza mora, como lo atestigua el conde de Villamediana, que, además de excelentísimo poeta culterano y Correo Mayor del rey Felipe IV, era un buen alanceador. Los chismes de palacio le atribuían amores con la reina Isabel, y ésta, viendo una tarde al noble enfrentarse a un toro en la Plaza Mayor, a caballo y con gorguz, exclamó: «¡Qué bien pica el conde!». La respuesta del rey-esposo fue inmediata: «Pica bien, pero pica muy alto.»
Sirva esta acaso innecesaria anecdotología para constatar lo que no puede dudarse: la originalidad con que la cultura española ha ido prendiendo a sus alamares el arma irresistible de la muerte, el genio de su desdoblamiento en la proximidad que toda convivencia con ella usurpa al miedo, la osadía que es motivo primordial del héroe lidiador y diestro de la poesía que cultiva, ruedo donde los pusilánimes sorteamos, al alimón con el torero, cada lance del asta, cada tornillazo que nos lanza la bellísima y poderosa osamenta poliforme, con el sudario de franela.
Como un fatum de ese prendimiento de nuestra cultura, Larra —enemigo irreconciliable de la «fiesta»— jamás pudo imaginar que el primer conocedor público de su suicidio y heraldo del mismo ante sus colegas en el café del Príncipe, hubiera de ser el banderillero Mirandita.
¡Qué hermoso destino!
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