Se lee en el diario de los Goncourt: «En littérature, on ne fait bien que ce qu'on a vu ou souffert». Pero la literatura, sin impugnar la fe de los galos académicos, también «intuye» lo que ni sufre ni ve, y no tiene por qué hacerlo mal —la arrogancia es sólo coyuntural— quien desde la escritura la ensaya. Mi amiga Pilar Souto se mató en accidente de carretera el día 12 de octubre de 1989, el mismo día y aproximadamente a la misma hora que yo le escribía una carta que no leyó jamás: «A las seis, la tarde está presidida por una nostalgia nauseabunda, inevitable y fatal que la ingrata memoria emplaza con motivo de un suceso a la vez angustioso y seductor, pero que desconozco. La náusea es resultado de una inequívoca sensación de pérdida, porque la memoria actualiza un deseo cuya certeza y corporeización escapan a nuestra voluntad de consumación: la sed eterna, el eterno Tántalo tan dolorosamente cotidiano dentro del complejo sistema de afecciones y hechizos que oculta y sutilmente rige en definitiva nuestras emociones e infructuosamente pretendemos interpretar».
Recordaba a Sartre cuando escribía, aunque no fuese yo Roland ni mi situación la del hombre acorralado por unos asaltantes en el impasse Boyer de París. Pero sí advertí que en aquella trágica experiencia no vista ni sufrida encontraba, además del recuerdo de La nausée, la evidencia de una dilución: la Existencia, madre en otro tiempo arrogante y pretenciosa de su «ismo», lo había perdido. Precisamente el existencialismo, que conviviera en mutua piedad con el desarrollo económico de posguerra, fue muerto por éste sin aquélla; dejó, sin embargo, un lastre sin mentor aparente. Heidegger suscribiría las palabras de los Goncourt, pero ¿no deja de ser una verdad esencial en mi fatal intuición?; ¿cómo sondear el arcano del espíritu humano en la muerte de Pilar?; ¿debo preocuparme verdaderamente por mi destino? Sartre me explicó muy bien el significado de la náusea; pero aquella dilución persiste porque el «ismo» romántico no sólo responde a la intuición con un «sí», sino que encuentra en el albur el sentido auténtico de su destino. Su experiencia es azar, es el verdadero mentor omitido. Y J. P. Sartre, tan aromático y hermosamente estrábico, tuvo que saberlo; lo supo. Supo que existió, quizá más acertadamente, un Byron y un Larra (des)conocedores de su intuida fortuna.
Recordaba a Sartre cuando escribía, aunque no fuese yo Roland ni mi situación la del hombre acorralado por unos asaltantes en el impasse Boyer de París. Pero sí advertí que en aquella trágica experiencia no vista ni sufrida encontraba, además del recuerdo de La nausée, la evidencia de una dilución: la Existencia, madre en otro tiempo arrogante y pretenciosa de su «ismo», lo había perdido. Precisamente el existencialismo, que conviviera en mutua piedad con el desarrollo económico de posguerra, fue muerto por éste sin aquélla; dejó, sin embargo, un lastre sin mentor aparente. Heidegger suscribiría las palabras de los Goncourt, pero ¿no deja de ser una verdad esencial en mi fatal intuición?; ¿cómo sondear el arcano del espíritu humano en la muerte de Pilar?; ¿debo preocuparme verdaderamente por mi destino? Sartre me explicó muy bien el significado de la náusea; pero aquella dilución persiste porque el «ismo» romántico no sólo responde a la intuición con un «sí», sino que encuentra en el albur el sentido auténtico de su destino. Su experiencia es azar, es el verdadero mentor omitido. Y J. P. Sartre, tan aromático y hermosamente estrábico, tuvo que saberlo; lo supo. Supo que existió, quizá más acertadamente, un Byron y un Larra (des)conocedores de su intuida fortuna.
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