A todo buen prosoda o aficionado simplemente a la estética (al decoro) de nuestra lengua resultará irritante la frecuencia con que se violan sus más elementales reglas en cualquier ámbito ya sea social, político (éste sobre todos), económico o cultural de nuestro país. Ello, con ser grave, escapa a cualquier posibilidad de control y aun pudiera justificarse en algunos casos (en todo caso, se justifica por la malformación idiomática general de nuestros ciudadanos) por razones de índole económica o de imagen que acuden al pragmatismo impuesto por una dinámica de intereses en la que no es preciso detenerse. Ejemplos hay suficientes y a ellos se refieren los más recalcitrantes y pusilánimes defensores de la república de la lengua ignorando su imprescindible flexibilidad.
Ahora bien, el enojo está justificado y la impertinencia y mal gusto con razón censurados cuando con la misma frecuencia el medio de comunicación estatal por excelencia, TVE, se permite licencias prosódicas que —quiero pensar— son consecuencia de la ignorancia —por lo tanto, aún corregibles— la cual, en cualquier caso, no justifica su empleo. Ignorancia que, naturalmente, comparten los responsables del «ente» cuando no aplican mecanismos correctores. La situación se agrava agudamente si, como parece, debemos suponerle una función educadora, pero, sobre todo, por su tozuda labor colonizadora de las conciencias, dirigida principalmente al perezoso, pues el televidente lee o escucha sin ningún esfuerzo adicional: le basta con sentarse, cruzar los brazos y apoyar sus pies en el puf para atender a lo que sin duda cree es el oráculo.
El espectador crítico advertirá las incorrecciones, pero sabido que la TV se dirige fundamentalmente a un amplio sector de la población caracterizado por su escasa actitud crítica —escasa, desde luego, en estos asuntos filológicos— y de formación media y por debajo de la media, los errores prosódicos pasan casi inadvertidos, lo cual de ningún modo atenúa su gravedad y añaden una matiz deformador al hipotético interés del espectador, que está convencido de la verdad de lo que se dice en la pantalla y de «cómo» se dice.
De uso corriente es ya la liaison galicista y, así, hemos podido escuchar, por ejemplo: «La sociedá t’española asiste...», amplificando la sonoridad del ignorante atrevimiento del locutor de turno. Esta mutación ‘d’ por ‘t’ (luego hablaré del deporte) es, insisto, moneda corriente. Las crónicas de los redactores de los telediarios añaden, además, un rasgo cacofónico a sus intervenciones y, sin ningún rubor, acometen la grabación como sigue: «s’haobservado un movimiento de tropas...»; «qu’alcanzaun veinte por ciento de la población...»; «ha respondido qu’eso se determinará...», etc., etc. Con rigor y contundencia debería extirparse tan mala costumbre, y si la buena dicción está desterrada del uso hablado de nuestra lengua, resulta imperativo exigírsela a quien tiene la obligación de aprenderla.
Semejante actitud contrasta sorprendentemente con el exquisito cuidado que ponen en la dicción los soportes publicitarios por la misma pantalla, permitiéndose incluso (salvo las excepciones de peor gusto) escorzos lúdicos armonizados y estéticos.
Supuesto un defecto de pronunciación congénito, ciertamente improbable (aunque los hay), se podría sólo censurar el sistema de selección de personal; pero no, la manía alcanza también a los rótulos, y, si no, lean, lean Vds. los de los créditos de una serie histórica emitida en la sobremesa: «¡Rafaél! Martin» (los signos exclamativos son míos), repetido en varias ocasiones. Naturalmente se pone muchísimo cuidado (faltaría más) en la exacta reproducción gráfica de los nombres o vocablos originarios de otras lenguas del territorio para dejar bien sentado (sobre todo, para no herir susceptibilidades políticas, que nada tienen que ver con la lengua, pero que hielan la lengua de la clase política) que están al loro de las exigencias lingüísticas periféricas, así «Xose» (?), «Homár», «Núria», «Txomin», etc. se acompañan de una correcta pronunciación. No diga Vd. ‘Pere’, sino Pera; no ‘Jaume’, sino Yáuma; Carma y no ‘Carme’; Arsáyus y no ‘Arzallus’. Todo esto está muy bien, desde luego, si se me acentuara el Martín y no me tildaran a Rafael de agudo.
El caos se consuma con los comentarios y los comentaristas deportivos. Un bien estudiado esnobismo les impulsa a mostrarnos su poliglotismo, que les conduce a estadounidensizar, afrancesar, germanizar... incluso los nombres «españoles» más genuinos. En un partido de rugby, y haciendo exégesis histórica de este deporte, un tal Sr. Ramón Trecet (excelente revelador, por otra parte, de músicas insólitas o al margen)aludió a un jugador originario de Murcia, que defendió los colores del equipo francés, y que se apellidaba —cito textualmente— «Albáládeyó o Albaladejo, como Vds. quieran». Pues bien, Sr. Trecet, yo quiero, sí, ‘Albáládeyó’ si a continuación me dice ‘Lagisqueye’ y no ‘Lasisquel’; pero dígame, por favor, ‘Albadalejo’ si dice ‘Burguiñón’ (no sea usted estúpido ni papista). A un tal Aguirre, jugador de baloncesto en EE.UU., el mismo Sr. Trecet lo llamaba ‘Aguair’ sin cometer —¡faltaba más!— la subsiguiente, por correcta, osadía de pronunciar ‘lakers’ en vez de ‘leikers’. Me pregunto si a un aviso reclamándolo en un aeropuerto de los muchos que este señor debe de visitar en EE.UU., respondería al llamamiento de ‘Reimon Tríset’.
La cosa no queda ahí, y, tras los extraordinarios esfuerzos por adaptar a la fonética gala el nombre de Sergio Blanco (jugador venezolano de rugby en Francia), el Sr. Muro —o ‘Migó’, como Vds. quieran— se descolgaba con un ‘Lorán’, incapaz, seguramente exhausto por la tarea anterior, de pronunciar ‘Logán’. Añadía más tarde un ‘Lusién’ —no ‘Lisián’— y un ‘Rodrigues’ —pas ‘Godriggués’— ¿En qué quedamos? Si decimos ‘Aguair’, deberemos decir, por correspondencia lógica, ‘Uta’ y no ‘Iutah’; y, por la misma lógica correspondiente, diremos ‘Aidajo’ si decimos ‘Aguirre’. Sr. Muro, si pronuncia Vd. ‘Blancó’, añádame ‘Godriggués’, ‘Lisián’ y ‘Logán’ y, cuando se refiera al equipo francés de rugby, dígame ‘Seleksión frangsés’, porque si me dice ‘Selección francesa’, deberá añadir Lucién, Laurent, Sergio, Rodríguez, Lagisqueye...
Claro que el conocimiento humano es limitadísimo y no quiero pensar qué sarta de sandeces dirán estos monstruos del lenguaje hablado cuando se topen en sus retransmisiones con vocablos eslavos, fineses, hebreos, siameses... (Ya pronuncian ‘Breno’ los ignorantes locutores, difundida como la peste semejante fonética, sin, cuando menos, recabar información precisa: si yo deduzco que es ‘Breno’ —porque en mi cabeza no cabe que sea ‘Bernó’—, bien está, y ¡hala, divúlguese!, ¡qué carajo!)
Ahora bien, el enojo está justificado y la impertinencia y mal gusto con razón censurados cuando con la misma frecuencia el medio de comunicación estatal por excelencia, TVE, se permite licencias prosódicas que —quiero pensar— son consecuencia de la ignorancia —por lo tanto, aún corregibles— la cual, en cualquier caso, no justifica su empleo. Ignorancia que, naturalmente, comparten los responsables del «ente» cuando no aplican mecanismos correctores. La situación se agrava agudamente si, como parece, debemos suponerle una función educadora, pero, sobre todo, por su tozuda labor colonizadora de las conciencias, dirigida principalmente al perezoso, pues el televidente lee o escucha sin ningún esfuerzo adicional: le basta con sentarse, cruzar los brazos y apoyar sus pies en el puf para atender a lo que sin duda cree es el oráculo.
El espectador crítico advertirá las incorrecciones, pero sabido que la TV se dirige fundamentalmente a un amplio sector de la población caracterizado por su escasa actitud crítica —escasa, desde luego, en estos asuntos filológicos— y de formación media y por debajo de la media, los errores prosódicos pasan casi inadvertidos, lo cual de ningún modo atenúa su gravedad y añaden una matiz deformador al hipotético interés del espectador, que está convencido de la verdad de lo que se dice en la pantalla y de «cómo» se dice.
De uso corriente es ya la liaison galicista y, así, hemos podido escuchar, por ejemplo: «La sociedá t’española asiste...», amplificando la sonoridad del ignorante atrevimiento del locutor de turno. Esta mutación ‘d’ por ‘t’ (luego hablaré del deporte) es, insisto, moneda corriente. Las crónicas de los redactores de los telediarios añaden, además, un rasgo cacofónico a sus intervenciones y, sin ningún rubor, acometen la grabación como sigue: «s’haobservado un movimiento de tropas...»; «qu’alcanzaun veinte por ciento de la población...»; «ha respondido qu’eso se determinará...», etc., etc. Con rigor y contundencia debería extirparse tan mala costumbre, y si la buena dicción está desterrada del uso hablado de nuestra lengua, resulta imperativo exigírsela a quien tiene la obligación de aprenderla.
Semejante actitud contrasta sorprendentemente con el exquisito cuidado que ponen en la dicción los soportes publicitarios por la misma pantalla, permitiéndose incluso (salvo las excepciones de peor gusto) escorzos lúdicos armonizados y estéticos.
Supuesto un defecto de pronunciación congénito, ciertamente improbable (aunque los hay), se podría sólo censurar el sistema de selección de personal; pero no, la manía alcanza también a los rótulos, y, si no, lean, lean Vds. los de los créditos de una serie histórica emitida en la sobremesa: «¡Rafaél! Martin» (los signos exclamativos son míos), repetido en varias ocasiones. Naturalmente se pone muchísimo cuidado (faltaría más) en la exacta reproducción gráfica de los nombres o vocablos originarios de otras lenguas del territorio para dejar bien sentado (sobre todo, para no herir susceptibilidades políticas, que nada tienen que ver con la lengua, pero que hielan la lengua de la clase política) que están al loro de las exigencias lingüísticas periféricas, así «Xose» (?), «Homár», «Núria», «Txomin», etc. se acompañan de una correcta pronunciación. No diga Vd. ‘Pere’, sino Pera; no ‘Jaume’, sino Yáuma; Carma y no ‘Carme’; Arsáyus y no ‘Arzallus’. Todo esto está muy bien, desde luego, si se me acentuara el Martín y no me tildaran a Rafael de agudo.
El caos se consuma con los comentarios y los comentaristas deportivos. Un bien estudiado esnobismo les impulsa a mostrarnos su poliglotismo, que les conduce a estadounidensizar, afrancesar, germanizar... incluso los nombres «españoles» más genuinos. En un partido de rugby, y haciendo exégesis histórica de este deporte, un tal Sr. Ramón Trecet (excelente revelador, por otra parte, de músicas insólitas o al margen)aludió a un jugador originario de Murcia, que defendió los colores del equipo francés, y que se apellidaba —cito textualmente— «Albáládeyó o Albaladejo, como Vds. quieran». Pues bien, Sr. Trecet, yo quiero, sí, ‘Albáládeyó’ si a continuación me dice ‘Lagisqueye’ y no ‘Lasisquel’; pero dígame, por favor, ‘Albadalejo’ si dice ‘Burguiñón’ (no sea usted estúpido ni papista). A un tal Aguirre, jugador de baloncesto en EE.UU., el mismo Sr. Trecet lo llamaba ‘Aguair’ sin cometer —¡faltaba más!— la subsiguiente, por correcta, osadía de pronunciar ‘lakers’ en vez de ‘leikers’. Me pregunto si a un aviso reclamándolo en un aeropuerto de los muchos que este señor debe de visitar en EE.UU., respondería al llamamiento de ‘Reimon Tríset’.
La cosa no queda ahí, y, tras los extraordinarios esfuerzos por adaptar a la fonética gala el nombre de Sergio Blanco (jugador venezolano de rugby en Francia), el Sr. Muro —o ‘Migó’, como Vds. quieran— se descolgaba con un ‘Lorán’, incapaz, seguramente exhausto por la tarea anterior, de pronunciar ‘Logán’. Añadía más tarde un ‘Lusién’ —no ‘Lisián’— y un ‘Rodrigues’ —pas ‘Godriggués’— ¿En qué quedamos? Si decimos ‘Aguair’, deberemos decir, por correspondencia lógica, ‘Uta’ y no ‘Iutah’; y, por la misma lógica correspondiente, diremos ‘Aidajo’ si decimos ‘Aguirre’. Sr. Muro, si pronuncia Vd. ‘Blancó’, añádame ‘Godriggués’, ‘Lisián’ y ‘Logán’ y, cuando se refiera al equipo francés de rugby, dígame ‘Seleksión frangsés’, porque si me dice ‘Selección francesa’, deberá añadir Lucién, Laurent, Sergio, Rodríguez, Lagisqueye...
Claro que el conocimiento humano es limitadísimo y no quiero pensar qué sarta de sandeces dirán estos monstruos del lenguaje hablado cuando se topen en sus retransmisiones con vocablos eslavos, fineses, hebreos, siameses... (Ya pronuncian ‘Breno’ los ignorantes locutores, difundida como la peste semejante fonética, sin, cuando menos, recabar información precisa: si yo deduzco que es ‘Breno’ —porque en mi cabeza no cabe que sea ‘Bernó’—, bien está, y ¡hala, divúlguese!, ¡qué carajo!)
Otro ejemplo de estupidez superlativa lo constituye el caos fantasmal que un comentarista de partidos de fútbol (Abad de apellido) organiza en su magín. Es sabido que en Italia los equipos son squadras y les rige el género femenino; pues bien, no hay manera de que este señor Abad (y otros por el estilo) den inequívocamente con el género: por un lado dicen la 'Yuve' (abreviatura de 'Juventus') y, a continuación, nos largan el 'Mílan' (así, acentuado en la 'í', en formato inglés. Ni Milán ni Milano; no, no... ¡Mílan!); la Roma, pero el Torino.
¡Qué bárbaros!
Don Jorge Muro, ¿atendería Vd. en Praga al nombre de ‘Iorgué Múrso’?
Don Jorge Muro, ¿atendería Vd. en Praga al nombre de ‘Iorgué Múrso’?
(1986)
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