12.6.08

Carta a Fernando Sarría

Como El Hafiz en su jardín de Schirás, escanciándote un combinado siempre con Bombay azul en vez del vino del paraíso, así tus poemas contemplan la belleza entre terrazas, lechos, ocasos, noches, estrellas “como puñetazos” (que habría dicho Leopoldo Panero). En tal paraíso –ese cielo en la tierra-, como así también lo entendía El Hafiz, es posible todo lo que la voluntad y el instinto se propongan. Acaso ese erotismo que pasa por el tiempo como máscara de la certeza de la edad, sea la verdadera fuga del amor, la huida sin celo, la materia encarnizada, lo mercurial elevándose por encima de cualquier claudicación ante lo que el ideal conserva como modelo inaprehensible, reflejo informe del objeto deseado en la caverna platónica. Pero si hay mucho de escapatoria y nada de celo que no sea el propio muro, ello no impide que se desplieguen los sentidos por los escenarios en una bien combinada relación entre el espacio, el tiempo y el lugar. Todo amor es una victoria sobre la muerte, pero el erotismo es la navaja que atraviesa la calavera como si fuera un vaciado de mantequilla.
No sé si las hormigas yerran, si son previsoras, si guardan para cuando no hay, pero el hombre aquí, en las páginas de su error, derrocha, dilapida, lo gasta todo, se arruina en su vocación sensual; y el poeta recoge todo lo que ese hombre le entrega, lo concita todo en el saber que más allá de toda posibilidad de amar está el objeto hipotéticamente amado. Todo se reduce a anhelo, el anhelo petrarquista, el anhelo viril que ha de dar necesariamente con su contrario. Y al contrario no se le ama. Amar es el único error frente a la presencia de la carne; al contrario se le desea y se le teme, se le rinde o se capitula ante su imperación. Tus versos, Fernando, dan cuenta de ello a la velocidad de la luz –como debe ser todo ejercicio que le arrebate el tiempo a la guadaña- y, cuando uno se desliza por ellos, lo hace como si estuviera en la cama, en el bosque, en las arenas, en el agua o levitando envuelto en el argón del aire, imitando los gestos de las caricias, de los besos, del vaciado carnal, de los abrazos sutiles, de la atracción poderosa, del hondo empuje hasta el grito de dos cuerpos siameses, hechos solo uno a semejanza de Hermes y Afrodita mirándose eternamente en el espejo móvil del agua del pozo.
Y yo lo he visto; he pasado por allí.

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