Zaragoza, 31 de mayo de 2008
Me he duchado, querida Carmen, con tus cinco días; me he zambullido en tus cinco días; me he tirado a la piscina para bucear y arrancar el tapón del desagüe de la pila, no para emerger triunfante de la prueba de resistencia. Ha sido fácil porque llevaba una botella de oxígeno, gafas, aletas, tapones y gorro, para que nada me molestara en la tarea de desnudar a la piscina de su sentido, de su razón de ser en agosto. Y todo eso que era lo necesario me lo has proporcionado tú. Me presento, pues, ante ti, en la más absurda de las apariencias. La piscina se ha quedado sin agua y, yo, en medio, en el fondo, como hombre-rana sin razón de ser; sólo estando, a la deriva de cualquier mirada que sólo puede salir del paso explicándose.
Y me explico: he entrado en tu habitación verde (color que a mí más me gusta); me he ido contigo a Nueva York; me he trasvestido en ciega mujer investida de autoridad para matar; he hecho de árbitro; me he fumado un par de cigarrillos asomado contigo a la ventana (para que no moleste el humo al personal); he vagabundeado como los perros, como un autómata; he tendido la ropa casi al amanecer e intentado beber de ti como de los hontanares del aqua virgo. Me he ido por los tejados, como el diablo cojuelo de Guevara acompañando al estudiante que me liberó de la redoma hasta alcanzar la atalaya de aquel castillo desde donde gritar ¡ah de la almena! para encontrar refugio. Porque sí, Carmen, en algún lugar hay que encontrar lo habitable. Estos Cinco días en agosto que tengo delante, al lado, detrás... durante estos otros días en mayo tiene cuatro poemas esplendorosos (XVIII, XXII, XXIII, XXVIII) y, todos, el desparpajo de una sabiduría expresa ante el dolor y la memoria. ¿El tiempo es el mejor lenitivo? No en tu caso, ni en el de nadie –diría yo- si la huella es, más que huella, tonsura, estigma que la divina carimba de la vida ha impreso para reconocer nuestro tránsito por ella. ¿Y qué huella hay más indeleble que el amor? Yo siempre me lo he preguntado, y he encontrado respuestas en tu libro para vivir y para sobremorir, porque estamos destinados a muchas de las cosas que tú entiendes en tus textos, sabrosos, a veces enfáticos cuando el recuerdo se cuela por debajo de la puerta o atiende a la mirilla, como ojo de pez que angula los espacios de la memoria para dar con el perdón y -es capaz de excusar- el dolor del otro y de lo otro (que nunca se sabe qué es). En consecuencia, debo felicitarte por la búsqueda de la incógnita, por el reencuentro contigo misma, por habernos dicho cómo es posible, cuando menos, encontrar –aunque ocultos- uno de los infinitos caminos que transitar cuando la soledad contributiva, la que se nos exige como impuesto para seguir viviendo, nos sitia y nos invade sin elegirla. ¡Bravo!, querida amiga. Y dime qué día irás a la piscina. La próxima vez, cogeré mi toalla y me sentaré a tu lado para me cuentes cosas.
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