VIVIR ES VIVIR
Oigo voces de vez en cuando. Tratando unas de hacerse oír entre el griterío general y sin poder desprenderse del mimetismo que las hace análogas al ruido del tumulto; otras, parecen destacarse; incluso es posible distinguir alguna palabra nítida; una, dos a lo sumo, no más, y luego vuelven a su ser común. Otras voces, por fin, sobresalen potentes, silenciando alborotos y rumores, megafónicamente, distinguibles, ajenas ya del todo a la algarabía. Cuando Quevedo bajó a los infiernos en Los sueños vio a los poetas encerrados en jaulas: «hasta cien mil dellos», dice don Francisco que vio, chillando y reclamando su lugar en el Parnaso. Hoy no es muy distinta la cosa y, pese a que la poesía española ha salido del coma postbélico durante los últimos treinta y cinco años, sigue habiendo una multitud de sordos chillones y tumultuosos reclamando un sitio y se arrojan para ello a la fuerza de las corrientes dejándose llevar por la inercia de los torrentes modales. Una cosa he de añadir, y es que, si la poesía española se ha sobrepuesto a su agonía, la aragonesa, en este tiempo, ha nacido con vigor inusitado y con una vitalidad de la que sin duda dejará huella en el inmediato y en el medio futuro. Ricardo Díez Pellejero nació en Bilbao, pero es, por asiduidad vivencial y porque así se lo otorga el Fuero, ciudadano aragonés¸ más aún: su obra ha de contextualizarse en este territorio y, por consiguiente, tiene la adherencia de su pátina vital y ambiental. No quiero con ello endilgarle ningún rasgo característico, sino todo lo contrario, constatar su diferencia, su rechazo a la inercia, algo que no es consustancial ni mucho menos a los ―salvo pocas excepciones― epígonos andaluces, asturianos, valencianos o madrileños, casi todos maquillados en el tocador de los, a su vez, epígonos de los relicarios del cincuenta y aun de otros anteriores que no citan, queriéndonos colar de rondón la presunción de nuestra ignorancia.
El cielo del sol mecido dice mucho de esa distinción y de un claro cosmopolitismo referencial. Aunque, desde luego, hay más: hay recreación de los sentidos (sensualismo de extracción etimológica). Una proyección principal de la vista para ser acogida por un espíritu dispuesto a todo; a emocionarse, más que a nada (casi nada, tal y como hoy están las cosas respecto a quien escribe poesía emotiva). En ese tránsito que la imagen emprende para ser depositada en el corazón, va impregnándose de todos los demás sentidos; es una imagen que huele, que roza, que sabe, que escucha; que se hace vino, y sol, y cielo, y tierra, y río, y mar, y lluvia, y planta, y piel, y rumor, y voz... Es un tránsito en el que la emoción apenas vislumbraría su intimidad si no fuera porque se enuncia, claro, con palabras; palabras que van y vienen; que salen desde el interior al exterior y regresan o viceversa. Y todavía hay más: es la disposición del poeta; una disposición mercurial, terrena, contundentemente antropológica y vital. Nada de onirismo, ni idealismo, ni bucolismo, ni una gasa, ni velo, ni atmósfera reverberante que confunda o solape el perfil de lo objetual. Lucrecio y Virgilio no están por ninguna parte, pero, si observamos con detenimiento, acaso demos con los trasgos de Wordsworth, o de Whitman, o de W. C. Bryant. Su sitio es el sitio del hombre, el lugar de una realidad no trascendida (sintagma muleteril al que suele acudir la crítica), sino una realidad sentida, con todo lo que esto significa, y, por lo tanto, una realidad no descrita, no narrada desde la simple y llana observación anecdótica (como hacen tantos de los «cien mil» poetas actuales). Se trata de una realidad vivida de la que el poeta no quiere emanciparse; antes al contrario, quiere dejar constancia de su pertenencia a ella, con todas sus consecuencias, y una es, entre otras, su constatación lírica. A Ricardo Díez Pellejero le sobran recursos para hacerlo, y no es menudo el haberse apropiado de esas ponderadas dosis de memoria que ponen en evidencia la elipsis de la comparación y, sin embargo, comparan implícitamente; le conceden la suficiente perspectiva para ser él en su coetaneidad sin dejar de ser en su pasado. Ser él en su coetaneidad significa no ser ajeno a lo futuro, no ser ajeno a las heridas, no ser ajeno a las pérdidas. Una justísima dosis de optimismo concede a su libro el talante de tal enfrentamiento.
¿Vivir es para Ricardo Díez haber vivido? Sí; pero es más vivir. Para Ricardo Díez Pellejero, vivir es vivir, y hacerlo con la amante y la amada apenas sugeridas pero carnales; vivir con el tiempo que le ahonda y con el que lo saca a la superficie; vivir imbuyéndose del entorno, cediendo a lo natural el protagonismo que adquiriría lo artificial, pese a que la palabra en la que sustancia tal apreciación sea uno de sus mecanismos. Su singularidad estriba, naturalmente, en que este hecho nos pasa desapercibido porque es verdad. Lo es en su contexto vital; pero lo es en los poemas, manifiestamente en los poemas. ¿Seré osado al afirmar que El cielo del sol mecido es un libro para vivir?
3 comentarios:
Me encanta Manolo el artículo sobre mi tocayo pero podías haber puesto el apellido porque estamos más de un Ricardo y no es que pensara que ibas a hablar de mí pues no me conoces suficiente ni tampoco mi poesía pero al ver mi nombre si me ha dado un vuelquecillo el corazón.
Un abrazo y feliz verano
Hola, Manuel:
Gracias, como siempre, por tus palabras. Como ya te dije al conocer el texto que leíste en la presentación del Cielo del Sol Mecido y que aquí incluyes, me parece que aciertas en lo que es mi interés y, si se me permite esta licencia, mi pequeña pelea con las cosas.
Considero la poesía como algo tan extenso como el hombre mismo pueda ser y, en principio, no excluyo nada de ella. Si bien, de entre todas esas vertientes que van desde lo inmediato a lo reposado y de lo llano a lo oblicuo…, yo me he centrado en lo “griego”, por así decirlo….
No me refiero sólo a que coexista en mí la inercia hacia la renovación y el poso de lo clásico o a que la historia, la mitología o la filosofía griegas hayan sido objeto de mi interés y lectura durante años…
Me refiero, más bien, a esa forma de afrontar la vida llanamente, y el saber, por tanto, como parte de esta vida; integrando todo en la vida y la vida en el ir conociendo…
Para mí la poesía es, sobre todo, fuente de conocimiento. Es un esfuerzo intelectual que conlleva descubrimientos (pequeños y grandes), que aporta datos y que propone mundos y que, por tanto, no es diferente a la física o la matemática.
Yo pretendo esas cosas cuando vivo: vivir y conocer, y si escribo es por que creo que, en algún momento, he realizado una observación que vale la pena anotar o que he deducido una fórmula para describir un suceso o para lanzar hipótesis sobre la ordenación de las cosas…
Desde luego no pretendo compararme ni estar a la altura de esto o de aquello, pues cada uno ha de vivir su vida y aprenderse el camino que anda hacia su propio ser, para componer el mapa de lo que es uno (y somos todos), sin el recurso de repetirse sin remedio o de escudarse en los pasos seguros. Cuando nos llegue la hora de “desembocar al mar”, también convendrá acordarse de aquellos griegos...
Siempre me ha atraído el perfil de este tipo de hombre que, como se diría hoy en día, no se dejaban “etiquetar”: guerreros y narradores, políticos y filósofos, científicos y artistas… Hombres que, como nosotros, estaban en mayor o menor medida liberados de las labores más físicas y que tenían preparación e inquietud para afrontar el descubrimiento del mundo.
La vida es irrepetible e igual. En mi momento irrepetible de cruzar el umbral último e irreversible hacia la edad adulta, busqué dentro de mí. Procuré conocer y reconocer, nombrar y ordenar…, intenté sentir y participar del rito mágico de la transmutación y emprender ese viaje ritual que ha de hacer el joven guerrero para poder ser admitido como hombre, abandonando los adornos que ensalzan la juventud y partiendo a matar los miedos y trayendo esa presa de vuelta al fuego de la tribu.
Estas imágenes de viaje son el mapa para andar el camino y son la ofrenda que hago a ese semejante que ande a las puertas del cambio, para alentar el paso y recordar el camino a seguir, el camino que lleva de vuelta a casa, pues no hay otro hogar que la vida, que seguir viviéndonos.
Sean pues estas líneas mi agradecimiento a tu esfuerzo de lectura, ya no sólo de este texto sino de tantos otros y por tanto que haces para que este saber y esta vida que acontece sea visible y generatriz.
Valgan también estas palabras para incluirte entre los griegos, hombres autodidactas y de escuela (valga el sinsentido) capaces de obrar y de hacer…
En fin, que más decir sino: un abrazo, Manuel y gracias.
Hermosas palabras, Ricardo, y llenas de humano sentido. Nada ha de agradecerse sino la oportunidad de leer tu libro.
Un abrazo
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