Sé que voy a reiterar lo que todos ya saben (esto mismo que sigue, con alguna variante, lo dije ya en abril). No me importa. Tantas veces es necesario repetir estas cosas para —mejor que recordarlas— no olvidarlas, que no me importa. No me importa constatar otra vez la profusa movida literaria zaragozana; no me importa. No me importa que luego se echen a perder las profecías (yo no soy adivino), pero tengo el presente convencimiento de que, no tardando mucho (en esto hay que seguir a
Ortega y Gasset), no será el
Ebro lo único que se desbordará por esta toponimia aherrojada. Es necesario agarrarse al cohete. No me importa que estalle, que se desintegre: lo hará cerca de las estrellas para abrillantarlas. No me importa que el artificio sea fugaz si así ha de ser y se hacen pedazos todos los cálculos. No me importa. No me importa ser un testigo más jurando que es cierto lo que estoy viendo y viviendo, que no existe ninguna duda en los detalles, que el nuestro es un testimonio de cargo, prácticamente imposible de refutar por muchos agoreros y francotiradores que haya ocultos tras los muros sitiándonos. La poesía hoy, en esta ciudad, es lo más parecido a una cerveza bien tirada, y buena, y fresca (como es costumbre tomarla en este país) tras pasar por el serpentín, y mejor acaso a temperatura ambiente (como ha de ser para que su amargor llegue hasta los talones). No me importa tomarla fría, con esa presunción de efervescencia que atenúa su espuma, pero espuma adivinada.
Hay culpables, claro que los hay; estigmatizados por sus actos, pero que algún día serán tonsurarlos con la olímpica carimba. No me importa que más tarde otros digan y digan: la palabra desdicha es la que más feliz me hace en asuntos de afirmaciones y palinodias. No me importa, pues, decir que, entre eclipsados, iluminados e imperdibles, entre los 22 y los 300, entre la igualdad y la paridad de hombres y mujeres en elencos, antologías y monografías, se traza un hilván cuya aguja nadie sabe quién enhebró ni con qué hilo. No me importa, ni me importa saberlo. Hay más, claro que hay más culpables: cálamos, teatros y sueños y antígonas al quite y FNACs derivadas por responsables éticos y estéticos con mucha gracia de la seria. Hay bloggers y vloggers, notte y noches, malas cabezas y malherbes, pinchadiscos y reyes dichos en latín; vinilos. No me importa similar que en los burladeros hay páramos on the rock’s, mares divinos, campanas que sueñan, AAEs enchufadas, páginas para escribir con carbón y con ell. Hay algunos innombrables que, con discreción, no olvidan la luminosidad de los más mayores amparados en jardines de piedra; cuernos de Roland sonando en el Moncayo; y xórdicas conversando en lenguas tan cercanas y tan alejadas, sin embargo, escritas, de veras, por romanos y nabarros con be, áncheles con te coreados (y no mi colau) desde los fuertes y fronteras orientales. No me importa decirlo. En el albero nutridísimo de palabras, nadie escurre el bulto (ni el paquete... de versos atados con el lazo): las paces octavianas del orbe cesaraugustano; el viento que taja los surtidores; reyes con pelusa que se funden; por mor de las circunstancias, mariposas sobrevolando la cabeza de Lolita; pilares dibujando los peris-tilos de las flores de Chiricco; luengos bozales que atizan los pueyos por Graus; otros con sílabas transparentes que se vinieron desde Graus a matematizar el cierzo; árboles bailando jotas; muchachas que fletan versos en aviones para lanzarlos sobre Nueva York en octavillas, o toman la virginidad de la manzana para preservarla de las dentaduras postizas, fes santificadas convertidas en fées desnudas en los bosques. No me importa añadir que hay por ahí diez corazones de Ricardo, condes en la luna y en la fuente, ciudades fortificadas que se defienden con muros de palabras en Villamayor; castros que encierran ciudades enteras y trinos de pájaros; abadías en sicilia; marcas de camiones antiguos que arrastran en sus libros lo nuevo insólito; davides mayores que Goliath y ángeles que sobrevuelan las sombras de Roma; sarrios que han mutado su sexo acentuándole la 'í'; caínes buenos y arcángeles que han ceñido con la letra G el fanum de los templos o han encerrado en el odre de Eolo el viento serrano; mayustáticos sabios y discretos; hijos de San que emergen de las sombras del silencio agigantados; couleurs et pops; alegrías residentes en los extrarradios de youtebo. No me importa. No me importa confesar que hay libertadores que pueblan de ruiseñores los paseos. Y todos toreando al gran marrajo enjuto de esta tierra que tira unos tornillazos de aúpa, y tampoco les importa. En la grada, al sol que los asombra, se mecen los silbos que os llevan a todos los rincones de España, valles venidos de la Hoya, y los émulos cuyo apellido solapa doblemente las novelas de Espronceda; y la niebla vital del Somontano y monteros de primero dando certeros golpes con el glande; luces e islas griegas recuperados para el desierto, toros rolando y palabras espinosas que hieren nuestro imperdonable olvido al lado de la gran Antilla y del selvático curso del Marañón, y los que esperan en la rampa con la verde hiel a punto de verterla contra el todo. Y barrios enganchados, y fulminante para las bombas lenes... Pero, ¿qué guinda falta, si no es la que aína se me escapa aterido por la rosada del campo de Las Torcas? No me importa soslayar lo que falta, ni me importa olvidar lo que olvido, porque tanto epíteto me ha dejado exhausto. Lo soslayado, guarda un disparo por la espalda; lo olvidado, en el carcaj un venablo, aunque dispuesto en el arco tensado por Hipólita (eso me salva). Pero sí me importa —y mucho— pedir perdón por rendir mi amistad al gesto sublime de un solo brindis: ¡por la amistad!, ¡por el vaso de agua que será vertido en los labios del enemigo!, ¡por fin!