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Ha entrado el Cristo solar en mi casa y ha iluminado las plantas de mi rincón selvático; ese Cristo aureolado que neutralmente detesto, chivo mesopotámico que, por expiar un día, desde ese día nos espía. El Cristo de Espronceda finalmente detenido en su cíclica carrera. Cordero cuya lana escondía al lobo de la iglesia.
Por fin mi percherón se ha calmado, pero ha puesto patas arriba la cuadra y la fragua y ha desritmado los pasos penitentes del terror. Por fin, sacrificado todo a la indiferencia del ruido mientras la sangre del cuerpo se escanciaba en los vasos de Dionisos y el pan, el verdadero Pan, arrojaba a Filomela a su destino alado y canoro.
Entre esas calmas he podido oír la voz de Rosendo Tello en un estupendo CD con sus sabias destilaciones estéticas, y he podido escuchar ahí la guitarra de Arelys Espinosa y el piano de Miguel Ángel Remiro, y los poemas de Rosendo vaciando el pecho del rapsoda Luis Felipe. Ésta es otra pasión que facilita el silencio, el silencio final sin su cofradía acostado extenso y liviano en mi pabellón distinto, donde acuden los trotes lejanos de los caballos del guerrero tellano montado por el juglar, y un ruido de armas cuya digna causa atiende desmitificándolo todo y dejando en el personae cualquier gesto amargo, toda emoción periódica a la luz de un plenilunio que ilumina el bosque de mi casa desmintiendo el planto, y deja por fin las estancias sumidas en un baño de reconciliación con la palabra íntima ajena a las siete que pronuncia el Cristo arrepintiéndose de ser el hijo. Cuánto dolor ajeno esconde esta pasión y cuánta alegría desbordada la que revela el silbo del sapo, el sueño de los manzanos.
Dignitatis memores ad optima intenti.
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