M. Martínez Forega
I
Mientras el bardo al arpa sugería notas elegíacas en memoria de Toscar; mientras Fingal al romano derrotaba en las lindes de Morven, mientras, quizá, era yo engendrado en galera transportadora de esclavitud.
Mi doncella madre, apresada a orillas del Rhin, hubo de parir el ser mudo de mi origen. El ser que, huyendo a nado de Sicilia, arribó al Levante virgen y aprendió a hablar. Articuló la palabra precisa y preso fue a la roca advenediza. Desde entonces poseo la certidumbre de la palabra.
Como barreno al rojo ha de desgastar a la vida la palabra: palabra gris, palabra ardiente, soez palabra, palabra triste, palabra húmeda, pala que abra nuestra tumba, pala que habla, palabra que abra la pala que habla de pal en pal el cóncavo paladar. Pero dar la pala a quien supone que los sonidos palatales con tales palas se palhablan, supone que pone su lengua al servicio del vicio de ser sacerdote (no olvidemos aquellas hostias para tales paladares palatales).
Bien sabemos que el socerdote no sabe palhablar, y, aunque besa la tumba que guarda el beso y el sobe de la muerta, bien besa(mos) y sabe(mos) que soba(mos) sin saber lo que besa(mos), pues me acuerdo —sin precisar de la meada del cura su cordura— del beso en la mano del sacerdiota.
Erdap ortseun euq sàtse ne sol soleic, odacifitnas aes ut erbmon, agnev a sortoson ut onier, esagàh ut datnulov ìsa ne al arreit omoc el oleic.
Le nap ortseun ed adac aìd elsonàd yoh, sonanòdrep sartseun sadued ìsa omoc sortoson somanodrep a sortseun serodued, y on son sejed reac ne al nòicatnet sam sonarbìl ed lam, nèma.
II
Querida muerte, antes de empezar a comer la gominola de fresa y encender la vela de cereza indispensables para hablar de la ignorancia, debo comunicarte mi gran satisfacción al verte encendida en el cosmos, sin nada que obstaculice el deseo suicida de abrigar entre mis hombros la noche quevedesca que te guarda. Hablemos de la ignorancia ahora:
1) Los ventanales iluminados, entrada a los habitáculos de luces temblorosas, son ojos fantasmagóricos que alumbran lo ignoto.
2) Apenas sin espacio, la melancolía ocupa siempre el último rincón de un lecho, y entre sábanas y sombras palpa lo que tan sólo pudo ser.
3) Si fuera Deucalión, solo, único en la inmensa Tierra yerta, Pirra me ignoraría como sujeto de su esperanza.
4) Y es que la ignorancia es fruto del amor, y abandonado éste, liberado el ser de la pasión lacerante, abierto al conocimiento, el ser muere, y, con él, el viento que lo condujo.
5) Pero la muerte es como una imagen en el agua, siempre es la misma aunque el agua fluya constantemente. La Muerte blanca y fulgurante, nunca remisa, jamás pensada. Elijámosla ahora con detalle.
6) Acércate, oh Muerte fúlgida, ventanal de noche, dorada sepultura. Acércate y contempla los ojos que admiraron tus labios de caramelo.
7) La lágrima de cristal ceniza torna y el fuego invade a la Tierra revivida en la carne sepultada.
8) Un beso de flan tardío que ofrecí como presente al mundo ignora y olvida la afrenta que sufrió siendo preso.
9) Y las entrañas, ya frías por el duro hueso, evádense de su misterio en etérea luz de noche télmica.
10) Acércate, oh Muerte fulgurante, fragor de terciopelo, tumulto de eróticas invasiones, insistente voz de derrochada agua como las gotas que un grifo deja escapar en la noche.
11) Si supieras, oh Muerte iluminada, ay campana libre, el dolor que en mi cabeza anida impetuoso, ¿ofreceríasme la aspirina de tus ojos envuelta en el abanico tenue de las pestañas sedantes de tus párpados?
12) Ay deseo extraviado que quiso para sí el dulce cenotafio de una macedonia de frutas, justa mezcla de cerezas, fresa invernal, naranjas boreales, las granadas de sus pechos... y no el frío alabastro de la efigie que me envuelve, sin abrigo y sin ser donde aposentar mis manos.
III
El cuello como una cárcava sedienta, naciendo en áureas espumas, desemboca en estuario hasta los nacarinos muslos que Federico instituyera. Las orejas como bulimas abiertas, y la flor hambrienta que en tu pecho anida, el lento participar en los oscuros pasos de la noche estática. Fueran mil sonrisas de lúpulo efervescente quienes abrieran el surco universal, dúctil asombro que palpitando muestra el despertar del tiempo en los templos escondido. De barro virgen modelado el vientre, como otero bajo sedientas nubes resbalando en el espacio inimaginable. Sean nuestras incógnitas noches el inmortal epinicio que ahogue el fruto de la sabiduría.
¡¡Más champán y prostíbulas copas!! Las caricias necesarias que nuestros labios albergan, la comunión sangrienta, la copa rajada y sangrienta, la desierta noche sin esclavos, venga la Muerte y venza a la creación innecesaria.
IV
Calla, el páramo surge, calla tras la piedra: Keats reposa en Roma bajo un escaño de granito traído de Inistore. Beethoven, convocado por el agua de Luzerna, tras de ella atravesó Freiburg inmerso en lámparas pétreas.
Para cantar al atravesado pecho del sajón esclavo es preciso tomar la lira, macerada sobre piedra su madera, montar caballo ruano sobre Carrictura y correr, correr en él hasta el bardo venerado.
La piedra, lápida de luces y epitafios, guarda el celo del amor perdido en la niebla del ausente, acaso más ausente sin ella. Piedra de mis pies pétreos a fuerza de vencerla. Piedra de sombra, roca de bruma si atraviesa el silencio reposado junto a la noche infinita.
V
Suene el juego sobre el paño verde. Suene la robada calderilla. Rompa la mano magullada la desgajada voz de licor, ensangrentado el labio por el vidrio. Brille limpia la navaja, pura en el corazón que la empuña; morir quiero por ella, por ella en fragor de besos húmedos de sangre y de monedas.
VI
La mano se extiende como un fantasma nebuloso y el velo otoñal descubre un beso arcaico como la primera nieve.
Amo ahora lo inanimado de los cuerpos extendidos al sueño fatigoso. Después de prolongados miedos junto al árbol tierno de aromas incipientes, admiro el luto de las sábanas; luto agrio, luto de sangre y macedonia como un estertor en el páramo, como el pinchazo del rastrojo en el rostro desnudo. Y veo en la segada noche la espera del crimen, cruento fin deseado siempre, rojo tinte en hielo oculto.
Clamorosa como el sauce en su llanto dormido, la haré regresar embriagada de honda sepultura, con el ánima en dos partida, el trémolo del ciprés de muertos enlutado, y la mirada de fresas fría, y la angustia de la tierra desbordada.
Es esta la luz que necesito: luz abisal que a los muertos en la noche abruma desconsolados por tanta espera e infortunio. La muerte de los difuntos sea servida siempre y la tierra su vestido de fiesta ornado de hoces y mortajas: la mujer fulgurante hendiendo el pecho en recogido beso de fuego y de tinieblas. Rostro de plata que en la lengua puso el dulzor de la Muerte y el terciopelo, abrigo del ataúd que abierto espera...
Epitafio
Ay el nenúfar flotante cuánto quisiera tus pies de perlas dormidas. Y los elfos al amanecer cuánto verte bostezar quisieran, con una copa en la mano y una fruto en la mejilla, luego de una juerga plena de carajillos, desprovista de vidrios y compresas.
Loca, ay loca de alcoholes, qué frescos tus pies en el asfalto, qué azul tu silueta breve de trenzas primaverales. Tus niñas de carbón, junto a un bostezo de aire frío, llenáronse de agua, y fue tal el cauce desbordado que entristeció el rocío como un niño enfermo.
Une chanson pour la nuit qui dort toute seule dans ma maison où tout s’enfouit tombe lourde, et tombent lourdes les heures qui reviennent en tourbillon d’escargots me mordre le nez égyptienne.