M.M.F.: Tu vida, Mariano, ha estado salpicada de multitud de anécdotas dramáticas que, sin embargo, has sabido tratar con buen sentido del humor. ¿Qué hay de esa dramática en tu poesía?, ¿qué de esa ironía?
—El sentido del humor me libró de muchos apuros y aprendí mucho, muchísimo, de las anécdotas dramáticas. Aquel sentido del humor lo heredé de mi padre, forma parte de mi condición más biológica, y lo ejercito en el trato, en las relaciones sociales; pero a mi poesía se ha trasladado (sin ninguna duda, creo yo) las experiencias del drama, su gravedad.
M.M.F.: Sueles lamentar la carencia de una formación académica, pero tu obra no la manifiesta. ¿Hasta qué punto ese aspecto ha podido condicionar en algún momento tu escritura?
—Ni eso, ni cualquier otra cosa de esa índole, pudo condicionar mi manera de escribir: Lo digo con modestia, con sincerísima modestia.
M.M.F.: Eres un poeta extraordinariamente prolífico; un Lope de Vega redivivo...
—Confieso que nada he leído de Lope. La fecundidad es para mí algo natural, inconsciente; no cuento el número de mis palabras (sí mido las apalabras), aunque he pensado siempre que tengo mucho que decir, y lo digo como sé, mediante la palabra poética. Consideremos que he publicado 22 libros, pero que tengo inéditos otros 50. ¡Fíjate...!
M.M.F.: Eres, no obstante, un poeta tardío. Comienzas a escribir a los 51 años y tu primer libro data de 1973, cuando ya tienes 54...
—Cierto... Quizá mi fecundidad se deba a esa circunstancia, a mi aplicación tardía a la escritura y a la contención que, hasta ese año, me impuse por otros motivos que aquí no vienen al caso. Parece lógico entonces que todo yo estallara como una bomba lene (o no, según se mire): en forma de deflagración poética.
M.M.F.: Sé que tu relación con Manuel Pinillos fue excelente y que lo admirabas por su honradez crítica y la honestidad lectora que siempre ejerció con tu poesía. ¿Qué puedes destacar de esa relación primordial y de la Zaragoza poética y literaria es esos años?
—A Manuel Pinillos lo consideré siempre un amigo entrañable, me unía a él una profunda amistad nada retórica. Sin embargo, se granjeó otras buenas enemistades fruto de su plausible manía de decir siempre la verdad (¡qué se le va a hacer: el poeta no soporta ni un rasguño en su megalomanía!)
De aquella Zaragoza de los 70, recuerdo a poetas como Rey del Corral, Ángel Guinda —que compartía conmigo la amistad de Manolo—, Luciano Gracia, Miguel Luesma, Benedicto Lorenzo de Blancas, José Luis Alegre, Ignacio Ciordia, Julio Antonio Gómez, que siempre me animaba a escribir y, en una ocasión, me dijo: «sigue escribiendo, Mariano, porque llegarás a ser un gran poeta». Naturalmente, se equivocó (risas). Bueno..., nos veíamos todos de vez en cuando, aunque, a excepción de Ángel y Manolo, pues... eso, con los demás nos veíamos.
M.M.F.: ¿Participaste del cenáculo zaragozano del «Niké»? ¿Qué puedes decirme de aquel grupo poético? Te sientes o sentiste identificado alguna vez o de alguna manera con él?
—No me sentí identificado en nada y para nada. Mi relación con algunos de sus miembros fue puramente ocasional y, casi siempre, el trato fue más humano que poético. A Miguel Labordeta ni siquiera lo conocí. A mi juicio, se ha extremado la importancia de aquel grupo. Claro que era casi el único que ornaba aquella Zaragoza cadavérica. No obstante, tuvo el mérito de poner a la poesía zaragozana y aragonesa en el disparadero, el mérito de ser un referente. En cualquier modo, no me atraía participar de su ecclesia. Del otro lado... me hubiera gustado conocer a Ignacio Prat: ése sí... Lástima de su prematura muerte.
M.M.F.: Hay un aspecto proverbial en tu talante humano y que conecta muy bien con el poético: las visitas que recibes de poetas jóvenes y la admiración que éstos sienten por tu obra. ¿Cómo juzgas esta circunstancia? ¿Hay, en tu opinión, algún poeta joven que destaque?
—Aunque mi perspectiva es ya muy amplia por mi edad (tengo 85 años), me resulta extremadamente difícil citar nombres. Hay quien me trae sus poemas, pero otros caen en mis manos de una u otra forma. Aquí tengo tiempo para leer... Lo que sí puedo decir es que leo con mucho gusto sus trabajos y que he observado en su estilo (permíteme este farol) algunas influencias mías; ese espontáneo iluminismo que dicen representa mi obra. Desde luego, se trata de un fenómeno para mí muy halagador.
M.M.F.: Viene diciéndose desde hace algún tiempo que Aragón ha dado por fin en el clavo de la poesía, llenando así el gran lago seco de su historia literaria y que en los últimos treinta años han surgido nombres de mérito. ¿Opinas tú lo mismo, Mariano?
—Por supuesto que sí. Y ahora no tengo ningún pudor en decir que algunos nombres de ese período que citas son ya destacados poetas. Por ejemplo, Ángel Guinda, Joaquín Sánchez Vallés, Alfredo Saldaña, Raúl Herrero, Ángela Ibáñez, Mariano Castro, Cristina Járboles, Alicia Silvestre, Ortiz Albero, Conde, Magdalena Lasala, Longás, Ángel Gracia, Sergio Algora, Petisme, Gabriel Sopeña, Antonio Ansón... Con seguridad me olvido de muchos (que me disculpen, por favor), aunque creo que resulta más que ilustrativa la nómina que acabo de citar para contrastar el contenido de tu pregunta.
M.M.F.: De tu poesía se han dicho muchas cosas, pero el juicio más extendido es el que alude a su luminosidad, a su fantasía profusa. ¿Estás de acuerdo con este análisis?
—Casi del todo. Yo añadiría, en un alarde de autoexégesis, que la invade también un permanente sentido de la existencia, del vivir, y un impulso vital traducido al muestrario simbolista (no lo digo sólo yo), al rapto romántico y a cierto misticismo (sensualismo, si lo quieres juzgar más laico); de hecho, Ángel Guinda me califica como un «místico libertario» (risas).
M.M.F.: Se ha llegado a decir incluso que tu obra avanza las corrientes que invadirán buena parte de la producción poética del siglo que acaba de empezar: ¿Qué te parece a ti esta afirmación? ¿Estás de acuerdo con ella?
—Pues no lo sé; no sé qué decir; no tengo elementos de juicio para afirmarlo. Pero si lo dices tú (que es quien lo dice), entonces me lo creo (risas).
M.M.F.: Concédeme, para finalizar, un brindis a la estética: ¿Qué entiendes tú, por «conciencia poética»? ¿Existe verdaderamente?
—No lo sé. En cuanto a brindar, no bebo (carcajadas).
____________________________________________________
Mariano Esquillor nace en Zaragoza en 1919. Su vocación literaria es ciertamente precoz, pero su ejercicio práctico es, en cambio, tardío; ello puede dar idea de cómo emerge en el panorama poético aragonés y español su obra torrencial y profusa, fecunda, casi inabarcable entre los títulos que ha ido publicando desde su primer título (aparecido en 1973 en la colección «Poemas» que dirigía Luciano Gracia en Zaragoza) y el que está a punto de aparecer en 2005. Entre ambos, dieciocho libros que recogen veintitrés títulos y una antología pertenecientes a un poeta de la imaginación, de la fantasía, a un poeta constructor —nunca mejor dicho— de mundos ya olvidados, de revelaciones, de espacios tan necesarios no sólo para él, sino imprescindibles para la poesía que se precie de llamarse así. Fácilmente podrían traerse aquí las palabras de Paul Valéry acerca de esa etimología tan cara al poeta verdadero como vilipendiada por las corrientes anecdóticas. Esa labor operística ha dado por fin con un talante escritural que funda el objetivo de la palabra poética en su más hondo significado (no vulgar, por cierto, pese a la gratuidad comparativa con que se la ha tratado desde los esquemas conceptuales y semánticos contaminados de la más crasa vulgaridad), y ese significado es el de la profecía, el de la visión anticipada de los mundos, el de su conquista por el espíritu que, imperativamente, ha de ser poético para ese fin. Para ese fin que no es un fin en sí mismo, sino un medio, un tránsito entre lo que se siente y lo que se alumbra; entre aquello que se dice y su contraste con una realidad adivinada. A esto se le llama iluminación por la intuición, y a Mariano Esquillor este valor le sobra por fecundo, por procreador, porque está inscrito en su génesis natural. No le es necesario anunciarlo: es él, en sí mismo, el testigo de cargo y su palabra el testimonio en un proceso que condena a perpetuidad cualquier estrategia modal o moldeable. La carne de la palabra recubriendo el esqueleto poético de un hombre que lo es por ser poeta o viceversa. Así ha de declararse por cuanto de verdad acreedora ha prestado a la poesía que ha adivinado.
Bibliografía
—La colina eterna, Zaragoza, colección «Poemas», 1973.
—Desde mi tienda alcanzada (Balada a la tierra), Zaragoza, colección «San Jorge», 1975.
—Hielo y libertad, Zaragoza, colección «Horizontes», 1975.
—Noches y albas, Zaragoza, colección «Aljafería», 1976.
—Oda de látigos. Helíaco, Zaragoza, colección «Puyal», 1977.
—Mi compañera la existencia. Apuntes de un vagabundo, Barcelona, colección «Ámbito Literario», 1979.
—Mensaje a Fenicia. Luz, sombra y silencio. Vida, guerrilla y muerte, Sevilla, colección «Aldebarán», 1980.
—Desde la torre de un condenado, Zaragoza, colección «Poemas», 1981.
—Paisajes vivos, Zaragoza, colección «San Jorge», 1985.
—Elegías a Fuensanta, Zaragoza, P.U.Z., colección «La Gruta de las Palabras», 1989.
—Lagunas despiertas. Trovador aturdido, Zaragoza, colección «San Jorge», 1992.
—Épocas sedientas, Zaragoza, Lola Editorial, colección «Cancana», 1994.
—Arco lírico (Antología), Zaragoza, Olifante, 1999.
—Tierra negra, Zaragoza, Lola Editorial, colección «Libros de Berna», 2000.
—Playas de tormentas mudas, Zaragoza, Libros del Innombrable, Biblioteca «Golpe de dados», 2000.
—Opio, Zaragoza, Libros del Innombrable, colección «Sarastro», 2002.
—Huracán de sol, Zaragoza, Libros del Innombrable, Biblioteca «Golpe de dados», 2004.
Columpio autobiográfico, Zaragoza, Libros del innombrable, 2007.
A la chica de ojos terribles (Poema)
Inviernos con rostros siniestros asoman a tu cuerpo, que es el mío, con ideas turbadas por torbellinos bíblicos: La usura de no ver a la muerte mientras se vive. La maldición cubre la belleza bendita que nos busca sin vernos. Tú, la deseada musa de los abandonados, no me envuelvas con el terror de no sentir el abrazo íntimo que se nos va con los delitos que la tortura nos entrega desde sus alas inmortales.
Toco tus brazos, no los siento. No me pidas que suba a tu trono destrozado. Lo haré cuando no me lo pidas. Déjame vivir en los picos de tus montañas envenenadas. No me injuries si por ti no sangro. No sé dónde está mi salvación. Alejémonos de los pantanos del frío. La fuerza de Dios nos ayude, y la felicidad se revuelque en nuestra hogueras aún vivas. Iré a buscarte. Ponte en los ojos mi estrella, que yo en los míos pondré tu amor de diosa irrepetible.
Mariano Esquillor
No hay comentarios:
Publicar un comentario