M. Martínez Forega
La sistemática articulación del hecho poético; la canonización del complejo fenómeno «creador» con dudosa necesidad son el resultado —fallido— de las propuestas que, en forma de poéticas, de manifiestos estéticos, han angulado el devaneo exegético de muchos escritores. Tan prolijos decálogos, cartas magnas y demás morralla que las constituyen persiguen —o han perseguido— coordenar el numen caótico que el propio desacomodo del poeta creía necesario acotar, como si la poesía pudiera reducirse a matemática, a una ecuación con diversas incógnitas susceptibles de ser despejadas, cuando, al contrario, surge substancialmente de la inadecuación, de la disconformidad con una hipotética realidad que todos, con más razón que sin ella, tendemos legítimamente a censurar.
El combate entre ser y parecer adhiere a la labor del poeta y del artista el principio de provisionalidad y no el de previsionalidad, como pretenden aquellas declaraciones de principios. Nada es fatal ni deja de serlo. Reducir a los estrechos márgenes de la razón un fenómeno tan frecuentemente azaroso y fortuito es, creo yo, un error. Estructurarlo, darle forma hasta hacerlo cuasi preexistente o, por el contrario, reflexionar sobre su contenido finalista, me parece sinceramente un despropósito.
No existen criterios para elaborar una poética. Tampoco puede la poesía restringirse a la ambigüedad de sus límites etimológicos: si poïen es «crear» la obra literaria, yo no creo que creemos (aunque lo creamos), y me pregunto si esa disposición a definir el dogma personal no será producto de la estética francesa —plagiadora y proclive al manifiesto—, a la que hemos estado sometidos los «creadores» españoles desde hace casi tres siglos. La cultura francesa, que todavía no ha perdonado a Carlos Martel su victoria sobre Agramante, incluyó en su vocabulario el término hassard. Creo en esas culturas que supieron dar contenido y significado a un más allá en este mundo, que supieron mantener la apasionada expectativa ante lo inefable instrumentada a través de la intuición y no de la reflexión; creo en el azhar.
Recrea(c)ión sí, activa, indagadora, con el lastre de una tradición que debemos reinventar sin desechar la sugestiva caída en un abismo sin fondo donde palabra, albur, instinto e intuición protagonizan los papeles decisivos del drama. Creer sí, no definir, no regular, porque cualquier intención creadora desemboca en huera retórica cuando es en su objeto apriorística.
1 comentario:
Vale, vale. Creer y crear. Entiendo el juego, pero lo que dices no deja de ser una poética más, creo yo. De todas formas, respeto con absoluto convencimiento esa contradicción y la aplaudo.
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