M. Martínez Forega
Zaragoza, desde hace ya unos cuantos años, huele mal. Literalmente: HUELE MAL, muy mal. A veces, insoportablemente mal. Oler mal es hoy una de las características coyunturales zaragozanas que más mal huelen. Seguro que existen culpables, esos a los que se dice "responsables" y que no se responsabilizan de nada. Aún más grave es que otros responsables, con la ley en la mano, todavía no hayan hecho nada por eliminar el mal olor de Zaragoza. A mí (y a casi todos) me da igual de quién sea la competencia en materia de contaminación tan oliente. Lo que es seguro es que corresponde a alguna de las cinco administraciones que compiten sin competencia en nuestra Zaragoza en la que la nada crítica sobrenada por encima de esos efluvios piridínicos o sulfurosos que, además, tampoco sabemos en qué se convertirán dentro de nuestros pulmones (siempre queda el tabaco para echar humos fuera).
Hoy, lunes 25, y a la hora que esto escribo (17,30 h.), de nuevo ha llegado hasta mi pituitaria ese tufo. Dicen que es de las industrias papeleras; otros aseguran que viene del Polígono de Cogullada. En fin, yo no sé de dónde viene, y tampoco se nos ha informado al respecto (silencio total, mutismo por el foro —que aquí tenemos uno— y silencio por t’ol morro —que tenemos más de uno; por lo menos, cinco—). ¿Alguien sabe de verdad de dónde llega ese olor a mierda?
Ayer volvía de Barcelona en el coche y, al llegar a Alfajarín, de nuevo ese tufo insoportable, cada vez más intenso conforme me acercaba a Zaragoza, constatando lo que ya es conocido fuera de nuestras fronteras, como lo pre-atestiguaba el comentario de mi querido amigo Àlex Tusquets: «Oye: ¿a qué se debe ese olor tan desagradable que aprecio tantas veces cuando voy a Zaragoza?» Se desenvuelve a su aire en el aire y lo traspasa todo; se mete por cada rendija de las casas, de los trenes, de los buses y de los automóviles. Lo inunda todo con un descaro y mala educación que uno se harta de tanta indolencia administrativa, porque está hasta las narices de tantos acre hedores sin que ofrecezcan nada a cambio; al menos una mascarilla. Gravísimo resulta, por otra parte, que tal asunto parezca que lo hayamos asumido ya como algo natural e inevitable: pues, si es así, que nos regalen, cuando menos, condones para las napias.
Yo no sé si el gallo de la EXPO logrará terminar con el problema. Entre tanto, seguro que tendremos que seguir aguantando la podredumbre de los huevos de sus gallinas. Y si no acaba con él, esperemos que no poten los siete millones de visitantes que prevé acoger semejante gallinero porque, si es así, si potan, yo —lo juro— me voy de Zaragoza.
¡Ah! Y ojalá no nos tengamos que oír que la culpa es de los inmigrantes porque cada domingo se hacen una caldereta de berzas en el parque «Tío Jorge».
Mejor no dar ideas.
En cualquier caso, todo volverá a su cauce en las (¡cló... có... cló... cló... có... có...cló...) cloacas del aire cuando se aposente la Gran Cagada en los Monegros. A ésa no se la llevará el cierzo.
2 comentarios:
Por razones de trabajos "librescos" viajo con alguna frecuencia a Zaragoza desde Valladolid, y ¡leches, que razón tienes! Mi memoria me trae frecuentemente ese olor de una Zaragoza que me gusta, pero que mi olfato hace inadmisible.
juan de la vega
Cuando he empezado a leer el post pensaba que lo del mal olor era una metáfora, un friso del mal aliento; halitosis procedente de algunos debates televisivos y que ciertas ventosidades políticas eran capaces de cloroformar o dejar bizco. Luego he visto que no, que todo era literal. Que no había segundas. Pues eso, que tienes toda la razón, que la vida urbana está impregnada de eme pulverizada.
Al final, tendremos que ir con mascarilla.
Un abrazo.
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