25.2.08

Las berzas de Zaragoza

M. Martínez Forega

Zaragoza, desde hace ya unos cuantos años, huele mal. Literalmente: HUELE MAL, muy mal. A veces, insoportablemente mal. Oler mal es hoy una de las características coyunturales zaragozanas que más mal huelen. Seguro que existen culpables, esos a los que se dice "responsables" y que no se responsabilizan de nada. Aún más grave es que otros responsables, con la ley en la mano, todavía no hayan hecho nada por eliminar el mal olor de Zaragoza. A mí (y a casi todos) me da igual de quién sea la competencia en materia de contaminación tan oliente. Lo que es seguro es que corresponde a alguna de las cinco administraciones que compiten sin competencia en nuestra Zaragoza en la que la nada crítica sobrenada por encima de esos efluvios piridínicos o sulfurosos que, además, tampoco sabemos en qué se convertirán dentro de nuestros pulmones (siempre queda el tabaco para echar humos fuera).
Hoy, lunes 25, y a la hora que esto escribo (17,30 h.), de nuevo ha llegado hasta mi pituitaria ese tufo. Dicen que es de las industrias papeleras; otros aseguran que viene del Polígono de Cogullada. En fin, yo no sé de dónde viene, y tampoco se nos ha informado al respecto (silencio total, mutismo por el foro —que aquí tenemos uno— y silencio por t’ol morro —que tenemos más de uno; por lo menos, cinco—). ¿Alguien sabe de verdad de dónde llega ese olor a mierda?
Ayer volvía de Barcelona en el coche y, al llegar a Alfajarín, de nuevo ese tufo insoportable, cada vez más intenso conforme me acercaba a Zaragoza, constatando lo que ya es conocido fuera de nuestras fronteras, como lo pre-atestiguaba el comentario de mi querido amigo Àlex Tusquets: «Oye: ¿a qué se debe ese olor tan desagradable que aprecio tantas veces cuando voy a Zaragoza?» Se desenvuelve a su aire en el aire y lo traspasa todo; se mete por cada rendija de las casas, de los trenes, de los buses y de los automóviles. Lo inunda todo con un descaro y mala educación que uno se harta de tanta indolencia administrativa, porque está hasta las narices de tantos acre hedores sin que ofrecezcan nada a cambio; al menos una mascarilla. Gravísimo resulta, por otra parte, que tal asunto parezca que lo hayamos asumido ya como algo natural e inevitable: pues, si es así, que nos regalen, cuando menos, condones para las napias.
Yo no sé si el gallo de la EXPO logrará terminar con el problema. Entre tanto, seguro que tendremos que seguir aguantando la podredumbre de los huevos de sus gallinas. Y si no acaba con él, esperemos que no poten los siete millones de visitantes que prevé acoger semejante gallinero porque, si es así, si potan, yo —lo juro— me voy de Zaragoza.
¡Ah! Y ojalá no nos tengamos que oír que la culpa es de los inmigrantes porque cada domingo se hacen una caldereta de berzas en el parque «Tío Jorge».
Mejor no dar ideas.
En cualquier caso, todo volverá a su cauce en las (¡cló... có... cló... cló... có... có...cló...) cloacas del aire cuando se aposente la Gran Cagada en los Monegros. A ésa no se la llevará el cierzo.

20.2.08

Conversación con Mariano Esquillor

M.M.F.: Tu vida, Mariano, ha estado salpicada de multitud de anécdotas dramáticas que, sin embargo, has sabido tratar con buen sentido del humor. ¿Qué hay de esa dramática en tu poesía?, ¿qué de esa ironía?


—El sentido del humor me libró de muchos apuros y aprendí mucho, muchísimo, de las anécdotas dramáticas. Aquel sentido del humor lo heredé de mi padre, forma parte de mi condición más biológica, y lo ejercito en el trato, en las relaciones sociales; pero a mi poesía se ha trasladado (sin ninguna duda, creo yo) las experiencias del drama, su gravedad.

M.M.F.: Sueles lamentar la carencia de una formación académica, pero tu obra no la manifiesta. ¿Hasta qué punto ese aspecto ha podido condicionar en algún momento tu escritura?

—Ni eso, ni cualquier otra cosa de esa índole, pudo condicionar mi manera de escribir: Lo digo con modestia, con sincerísima modestia.

M.M.F.: Eres un poeta extraordinariamente prolífico; un Lope de Vega redivivo...

—Confieso que nada he leído de Lope. La fecundidad es para mí algo natural, inconsciente; no cuento el número de mis palabras (sí mido las apalabras), aunque he pensado siempre que tengo mucho que decir, y lo digo como sé, mediante la palabra poética. Consideremos que he publicado 22 libros, pero que tengo inéditos otros 50. ¡Fíjate...!

M.M.F.: Eres, no obstante, un poeta tardío. Comienzas a escribir a los 51 años y tu primer libro data de 1973, cuando ya tienes 54...

—Cierto... Quizá mi fecundidad se deba a esa circunstancia, a mi aplicación tardía a la escritura y a la contención que, hasta ese año, me impuse por otros motivos que aquí no vienen al caso. Parece lógico entonces que todo yo estallara como una bomba lene (o no, según se mire): en forma de deflagración poética.

M.M.F.: Sé que tu relación con Manuel Pinillos fue excelente y que lo admirabas por su honradez crítica y la honestidad lectora que siempre ejerció con tu poesía. ¿Qué puedes destacar de esa relación primordial y de la Zaragoza poética y literaria es esos años?

—A Manuel Pinillos lo consideré siempre un amigo entrañable, me unía a él una profunda amistad nada retórica. Sin embargo, se granjeó otras buenas enemistades fruto de su plausible manía de decir siempre la verdad (¡qué se le va a hacer: el poeta no soporta ni un rasguño en su megalomanía!)
De aquella Zaragoza de los 70, recuerdo a poetas como Rey del Corral, Ángel Guinda —que compartía conmigo la amistad de Manolo—, Luciano Gracia, Miguel Luesma, Benedicto Lorenzo de Blancas, José Luis Alegre, Ignacio Ciordia, Julio Antonio Gómez, que siempre me animaba a escribir y, en una ocasión, me dijo: «sigue escribiendo, Mariano, porque llegarás a ser un gran poeta». Naturalmente, se equivocó (risas). Bueno..., nos veíamos todos de vez en cuando, aunque, a excepción de Ángel y Manolo, pues... eso, con los demás nos veíamos.

M.M.F.: ¿Participaste del cenáculo zaragozano del «Niké»? ¿Qué puedes decirme de aquel grupo poético? Te sientes o sentiste identificado alguna vez o de alguna manera con él?

—No me sentí identificado en nada y para nada. Mi relación con algunos de sus miembros fue puramente ocasional y, casi siempre, el trato fue más humano que poético. A Miguel Labordeta ni siquiera lo conocí. A mi juicio, se ha extremado la importancia de aquel grupo. Claro que era casi el único que ornaba aquella Zaragoza cadavérica. No obstante, tuvo el mérito de poner a la poesía zaragozana y aragonesa en el disparadero, el mérito de ser un referente. En cualquier modo, no me atraía participar de su ecclesia. Del otro lado... me hubiera gustado conocer a Ignacio Prat: ése sí... Lástima de su prematura muerte.

M.M.F.: Hay un aspecto proverbial en tu talante humano y que conecta muy bien con el poético: las visitas que recibes de poetas jóvenes y la admiración que éstos sienten por tu obra. ¿Cómo juzgas esta circunstancia? ¿Hay, en tu opinión, algún poeta joven que destaque?

—Aunque mi perspectiva es ya muy amplia por mi edad (tengo 85 años), me resulta extremadamente difícil citar nombres. Hay quien me trae sus poemas, pero otros caen en mis manos de una u otra forma. Aquí tengo tiempo para leer... Lo que sí puedo decir es que leo con mucho gusto sus trabajos y que he observado en su estilo (permíteme este farol) algunas influencias mías; ese espontáneo iluminismo que dicen representa mi obra. Desde luego, se trata de un fenómeno para mí muy halagador.

M.M.F.: Viene diciéndose desde hace algún tiempo que Aragón ha dado por fin en el clavo de la poesía, llenando así el gran lago seco de su historia literaria y que en los últimos treinta años han surgido nombres de mérito. ¿Opinas tú lo mismo, Mariano?

—Por supuesto que sí. Y ahora no tengo ningún pudor en decir que algunos nombres de ese período que citas son ya destacados poetas. Por ejemplo, Ángel Guinda, Joaquín Sánchez Vallés, Alfredo Saldaña, Raúl Herrero, Ángela Ibáñez, Mariano Castro, Cristina Járboles, Alicia Silvestre, Ortiz Albero, Conde, Magdalena Lasala, Longás, Ángel Gracia, Sergio Algora, Petisme, Gabriel Sopeña, Antonio Ansón... Con seguridad me olvido de muchos (que me disculpen, por favor), aunque creo que resulta más que ilustrativa la nómina que acabo de citar para contrastar el contenido de tu pregunta.

M.M.F.: De tu poesía se han dicho muchas cosas, pero el juicio más extendido es el que alude a su luminosidad, a su fantasía profusa. ¿Estás de acuerdo con este análisis?

—Casi del todo. Yo añadiría, en un alarde de autoexégesis, que la invade también un permanente sentido de la existencia, del vivir, y un impulso vital traducido al muestrario simbolista (no lo digo sólo yo), al rapto romántico y a cierto misticismo (sensualismo, si lo quieres juzgar más laico); de hecho, Ángel Guinda me califica como un «místico libertario» (risas).

M.M.F.: Se ha llegado a decir incluso que tu obra avanza las corrientes que invadirán buena parte de la producción poética del siglo que acaba de empezar: ¿Qué te parece a ti esta afirmación? ¿Estás de acuerdo con ella?

—Pues no lo sé; no sé qué decir; no tengo elementos de juicio para afirmarlo. Pero si lo dices tú (que es quien lo dice), entonces me lo creo (risas).

M.M.F.: Concédeme, para finalizar, un brindis a la estética: ¿Qué entiendes tú, por «conciencia poética»? ¿Existe verdaderamente?

—No lo sé. En cuanto a brindar, no bebo (carcajadas).

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Mariano Esquillor nace en Zaragoza en 1919. Su vocación literaria es ciertamente precoz, pero su ejercicio práctico es, en cambio, tardío; ello puede dar idea de cómo emerge en el panorama poético aragonés y español su obra torrencial y profusa, fecunda, casi inabarcable entre los títulos que ha ido publicando desde su primer título (aparecido en 1973 en la colección «Poemas» que dirigía Luciano Gracia en Zaragoza) y el que está a punto de aparecer en 2005. Entre ambos, dieciocho libros que recogen veintitrés títulos y una antología pertenecientes a un poeta de la imaginación, de la fantasía, a un poeta constructor —nunca mejor dicho— de mundos ya olvidados, de revelaciones, de espacios tan necesarios no sólo para él, sino imprescindibles para la poesía que se precie de llamarse así. Fácilmente podrían traerse aquí las palabras de Paul Valéry acerca de esa etimología tan cara al poeta verdadero como vilipendiada por las corrientes anecdóticas. Esa labor operística ha dado por fin con un talante escritural que funda el objetivo de la palabra poética en su más hondo significado (no vulgar, por cierto, pese a la gratuidad comparativa con que se la ha tratado desde los esquemas conceptuales y semánticos contaminados de la más crasa vulgaridad), y ese significado es el de la profecía, el de la visión anticipada de los mundos, el de su conquista por el espíritu que, imperativamente, ha de ser poético para ese fin. Para ese fin que no es un fin en sí mismo, sino un medio, un tránsito entre lo que se siente y lo que se alumbra; entre aquello que se dice y su contraste con una realidad adivinada. A esto se le llama iluminación por la intuición, y a Mariano Esquillor este valor le sobra por fecundo, por procreador, porque está inscrito en su génesis natural. No le es necesario anunciarlo: es él, en sí mismo, el testigo de cargo y su palabra el testimonio en un proceso que condena a perpetuidad cualquier estrategia modal o moldeable. La carne de la palabra recubriendo el esqueleto poético de un hombre que lo es por ser poeta o viceversa. Así ha de declararse por cuanto de verdad acreedora ha prestado a la poesía que ha adivinado.


Bibliografía
La colina eterna, Zaragoza, colección «Poemas», 1973.
—Desde mi tienda alcanzada (Balada a la tierra), Zaragoza, colección «San Jorge», 1975.
Hielo y libertad, Zaragoza, colección «Horizontes», 1975.
Noches y albas, Zaragoza, colección «Aljafería», 1976.
Oda de látigos. Helíaco, Zaragoza, colección «Puyal», 1977.
Mi compañera la existencia. Apuntes de un vagabundo, Barcelona, colección «Ámbito Literario», 1979.
Mensaje a Fenicia. Luz, sombra y silencio. Vida, guerrilla y muerte, Sevilla, colección «Aldebarán», 1980.
Desde la torre de un condenado, Zaragoza, colección «Poemas», 1981.
Paisajes vivos, Zaragoza, colección «San Jorge», 1985.
Elegías a Fuensanta, Zaragoza, P.U.Z., colección «La Gruta de las Palabras», 1989.
Lagunas despiertas. Trovador aturdido, Zaragoza, colección «San Jorge», 1992.
Épocas sedientas, Zaragoza, Lola Editorial, colección «Cancana», 1994.
Arco lírico (Antología), Zaragoza, Olifante, 1999.
—Tierra negra, Zaragoza, Lola Editorial, colección «Libros de Berna», 2000.
Playas de tormentas mudas, Zaragoza, Libros del Innombrable, Biblioteca «Golpe de dados», 2000.
Opio, Zaragoza, Libros del Innombrable, colección «Sarastro», 2002.
Huracán de sol, Zaragoza, Libros del Innombrable, Biblioteca «Golpe de dados», 2004.
Columpio autobiográfico, Zaragoza, Libros del innombrable, 2007.


A la chica de ojos terribles (Poema)

Inviernos con rostros siniestros asoman a tu cuerpo, que es el mío, con ideas turbadas por torbellinos bíblicos: La usura de no ver a la muerte mientras se vive. La maldición cubre la belleza bendita que nos busca sin vernos. Tú, la deseada musa de los abandonados, no me envuelvas con el terror de no sentir el abrazo íntimo que se nos va con los delitos que la tortura nos entrega desde sus alas inmortales.

Toco tus brazos, no los siento. No me pidas que suba a tu trono destrozado. Lo haré cuando no me lo pidas. Déjame vivir en los picos de tus montañas envenenadas. No me injuries si por ti no sangro. No sé dónde está mi salvación. Alejémonos de los pantanos del frío. La fuerza de Dios nos ayude, y la felicidad se revuelque en nuestra hogueras aún vivas. Iré a buscarte. Ponte en los ojos mi estrella, que yo en los míos pondré tu amor de diosa irrepetible.


Mariano Esquillor

Un libro es

M. Martínez Forega

Un libro es (alguien lo dijo antes que yo, pero no por eso deja de ser verdad, y verdad útil) un diálogo imaginario; pero es más la propuesta de un diálogo: es una invitación libre que llama a la puerta de nuestra libertad con tanta frecuencia olvidada. Es un libro una aventura; pero, más que la aventura que cuenta, es nuestra propia aventura: la de hacernos partícipes de ella. Un libro puede ser un somnífero, pero también un despertador, un reto o la resurrección a una vida nueva. Un libro es la memoria que un día olvidamos o el recuerdo escrito de aquello que un día nos callamos; un libro es nuestro espejo oscuro, como un fantasma transeúnte que nos delata e inútilmente intentamos ocultar con nuestra voz; es un sol en su cenit que pone llamas en nuestra cabeza y esconde bajo los pies nuestra buena sombra. Pero un libro no es cultura si es sólo información; leer un libro no cultiva, releerlo sí. Un libro nos forma si se vive y nos deforma cuando sólo echamos mano de él como quien pide un favor clandestino; un libro debe solicitarnos, embellecernos, vestirnos con las palabras que imaginamos sin saber que existían o que sabíamos sin poder imaginarlas. Un libro debe reconstruir nuestras ruinas aunque a veces nos arruine el alma. Un libro es muchos libros, pero puede ser EL libro. Un libro debe educar sobre todas las cosas nuestro corazón, pero siempre pone alas a nuestras palabras para hacerlas más bellas. Un libro es un bisturí con el que hacemos una autopsia al mundo y frente a ella vomitamos o llama todavía más nuestra atención. Un libro es vértigo (como pasarela móvil sobre el abismo); es abismo; es laberinto, delito u horizonte amplio, horizonte de mármol, hielo deslizante, espino, extenso mar inagotable, borrasca o playa de arena para el náufrago. Pero un libro es también naufragio, polvo levantado por la ventisca, brisa...Es un libro una selva con lianas que nos cuelgan, árbol del que pendemos o dependemos. Un libro es un campo de batalla, es una multitud pidiendo a gritos su rescate; un libro es un rapto, un puñetazo, explosión de ánimas, implosión de ánimos y de cuerpos, esqueleto propio, osamenta viva que nos llama, y nos llama. Es un coma, es luz, vergel, páramo de palabras, feraz huerta de emociones, semilla errante es tanto tiempo un libro vagando por los territorios de quienes no saben leer. Un libro es posesión que se arroja con desdén a la virtud de los perversos; un libro es taberna, copa y copo, vil traición de una firma o el brillo de un nombre esculpido en el aire para siempre. Un libro es azar y, al azar, nuestro libro de un día, pero nunca el último, jamás.
Un libro es un destino: quizá nuestro destino y, tantas veces, otro destino muy distinto sin él.

Creer y crear

M. Martínez Forega

La sistemática articulación del hecho poético; la canonización del complejo fenómeno «creador» con dudosa necesidad son el resultado —fallido— de las propuestas que, en forma de poéticas, de manifiestos estéticos, han angulado el devaneo exegético de muchos escritores. Tan prolijos decálogos, cartas magnas y demás morralla que las constituyen persiguen —o han perseguido— coordenar el numen caótico que el propio desacomodo del poeta creía necesario acotar, como si la poesía pudiera reducirse a matemática, a una ecuación con diversas incógnitas susceptibles de ser despejadas, cuando, al contrario, surge substancialmente de la inadecuación, de la disconformidad con una hipotética realidad que todos, con más razón que sin ella, tendemos legítimamente a censurar.
El combate entre ser y parecer adhiere a la labor del poeta y del artista el principio de provisionalidad y no el de previsionalidad, como pretenden aquellas declaraciones de principios. Nada es fatal ni deja de serlo. Reducir a los estrechos márgenes de la razón un fenómeno tan frecuentemente azaroso y fortuito es, creo yo, un error. Estructurarlo, darle forma hasta hacerlo cuasi preexistente o, por el contrario, reflexionar sobre su contenido finalista, me parece sinceramente un despropósito.
No existen criterios para elaborar una poética. Tampoco puede la poesía restringirse a la ambigüedad de sus límites etimológicos: si poïen es «crear» la obra literaria, yo no creo que creemos (aunque lo creamos), y me pregunto si esa disposición a definir el dogma personal no será producto de la estética francesa —plagiadora y proclive al manifiesto—, a la que hemos estado sometidos los «creadores» españoles desde hace casi tres siglos. La cultura francesa, que todavía no ha perdonado a Carlos Martel su victoria sobre Agramante, incluyó en su vocabulario el término hassard. Creo en esas culturas que supieron dar contenido y significado a un más allá en este mundo, que supieron mantener la apasionada expectativa ante lo inefable instrumentada a través de la intuición y no de la reflexión; creo en el azhar.
Recrea(c)ión sí, activa, indagadora, con el lastre de una tradición que debemos reinventar sin desechar la sugestiva caída en un abismo sin fondo donde palabra, albur, instinto e intuición protagonizan los papeles decisivos del drama. Creer sí, no definir, no regular, porque cualquier intención creadora desemboca en huera retórica cuando es en su objeto apriorística.

19.2.08

Carta a Octavio Gómez Milián

M. Martínez Forega

Tardía –pero necesariamente- respondo a tu libro, Octavio, que he leído con la meditada atención que merecía (y que sugería). Empezaré diciendo que me parece un buenísimo libro. Mi tocayo Vilas debería haberse mojado un poco más en el prólogo (aunque ya sé que no debe ser su finalidad solapar el logos del autor). Me parece un buenísimo libro porque, primero: a pesar de apostar por la intrascendencia, prestando así más atención a la inmediatez de la experiencia, huye permanentemente del relato pueril y de la anécdota (un par de hábitos que frecuentan los Paniaguas, los Rendueles, los Bonillas, Tesanes, Piqueros... jóvenes “intelectuales” desfondados que citan sus lecturas por medio de las sinopsis de las contracubiertas y que llevan sus poemas como las alfombras que nos ofrecen los ”paisas” por los bares: al final –y tristemente- apelmazadas por el polvo). Segundo: porque me gusta muchísimo esa ironía (no me extraña que encabeces con alguna cita de De Cuenca) en el tratamiento del tópico dramático o doliente (claro que la ironía no deja de ser una forma de estoicismo) o, si no, tomes, como decía Bataille, la “vía oblicua”; no otra ésta que la asepsia elegante. Tercero: porque me encandila la sencillez del poema de la página 57 para resolver un apunte crítico sobre las actitudes humanas (la petulancia, en este caso) y de ello resulte una contundente censura sin paliativos (que, además, comparto). El flujo verbal de este poema y el diseño de sus escenarios me parecen ejemplares. Cuarto: la adherencia toponímica de Por qué no nos hicimos... tiene un valor mayúsculo, y es su absoluto desprejuicio, su desinhibición (ya se sabe que en la literatura española contemporánea está prohibido citar todo aquello que no sea Bilbao, Barcelona o Madrid: el triángulo mágico que, como un Bermudas hispánico, se traga al resto de la geografía con todo dentro: nombres, personas, vivos, muertos; lo tangible y lo intangible); por lo tanto, celebro ese apunte, que también Manolo Vilas, estoy seguro, celebrará. Quinto: porque, desde la perspectiva formal (asunto que a mi me importa mucho) el libro tiene ritmo, fluye sin tropezones ni trastabilleos (es éste un defecto tan extendido en la poesía de los últimos veinte años que gratifica –y sorprende, incluso- encontrarse con alguien que no lo padezca. Pese a Montale; pese a Leopoldo María Panero, sigo pensando que la poesía no es enteramente forma ni es enteramente idea. Yo, que soy en este punto baudelaireano y wildeano y me aferro a lo Sublime y a lo Absoluto como finalidad última de la poesía, no estoy en contra, sin embargo, de que se conceda a la expresión (más que a la comunicación) la oportunidad de ser palabra autónoma, despegada de todo determinismo teórico. En consecuencia, debo, pues, atribuirte también parte de ese valor independiente que muestran los poemas de las páginas 27, 46 y 62, en los que, tanto la situación como su resolución verbal, acuden a la experiencia instrumental, la coda epistolar (o dramática) y la palinodia, respectivamente.
Los antólogos, estrábicos siempre, con un ojo p’al extremo noreste y otro p’al centro, parecen moñacos de Valle-Inclán en esto de leer poesía y, como tampoco son Sartre, sus globos oculares se mueven como los de los autómatas: al son de los mecanismos mediáticos o de los foros académicos y editoriales. Éste es el Gran Mal que padece, a mi juicio, nuestra crítica poética, Octavio; y es un mal endémico; es connatural, y específico de este país culturalmente bipolarizado.
Tuve ocasión de corregir (por cierto, el error –como otros más- fue finalmente del repicador del texto, no mío) verbalmente las erratas de tu nombre en la presentación de la revista El invisible anillo en Madrid, donde pude dar cuenta de esa misma idea y de citarte como uno de los nombres que deberían necesariamente estar en próximas antologías, aunque sea en esas ampulosas que se redactan cada dos minutos y llenan las bocas de sus introductores con voces salidas de no se sabe dónde (de la chistera de García Martín o de De Villena, magos a los que no les gustan precisamente los conejos) para lucimiento del antólogo. Aunque se está mejor en las lisas y llanas, sostenidas por los textos, sin más pórtico exegético que el indispensable para saber que te llamas Octavio. A ver cuándo alguien se atreve a hacer algo así.
No más exhaustividad. Concluiré reiterando que para mí ha sido más que gratificante leer los poemas de ese largo título y que espero seguir haciéndolo en el futuro con placer igual.
Gracias, pues, Octavio, y mi abrazo