M. Martínez Forega
¿Canon? Sí, aunque a regañadientes. Si soy partidario del canon es por la misma razón por la que acepto a regañadientes la larguísima, la interminable nómina de cargos que ocupan los representantes políticos en el Congreso, Senado, Parlamentos Autonómicos y europeos, Diputaciones Provinciales y Forales, Ayuntamientos, Comarcas, Delegaciones y Subdelegaciones y demás indefinidas e indefinibles representaciones (que uno no sabe, en realidad, dónde ni cuándo acaban), con la desventaja de saber que ese dinero que les pago por hacer tantas veces —y decir siempre— auténticas barbaridades se destina a compensar el desempeño de políticas que no sólo no comparto, sino que, incluso, agreden mis intereses. Es decir, que también debo aceptar mi cuota de financiación a las actividades de mis enemigos. Y no sólo eso, sino que éstos (y quienes lo son menos) cobran por partida doble: una por el desempeño nominal de su cargo y, otra, la financiación en abstracto por el número de sufragios obtenidos que recibe la organización política a la que representa. Este canon doble lo pagamos todos con la misma naturalidad que vemos llover, y yo, abstencionista confeso, estoy —aunque de nada me sirve— en contra de, cuando menos (de mi no-voto no se llevan ni un céntimo), aquel pago nominal, al que debería oponer el mismo reparo que argumentan quienes dicen que el canon debería suprimirse porque grava indiscriminadamente a quien copia y a quien no copia. Pues bien, los abstencionistas decimos que se supriman los salarios de los diputados, senadores y alcaldes porque se les paga, también indiscriminadamente, con los impuestos de los que votan y de los que no votan; y que se suprima también la financiación a los sindicatos porque grava indiscriminadamente a los afiliados y a los no afiliados; y que no se construyan carreteras porque gravan indiscriminadamente a quienes tienen coche y a quienes no lo tienen; y que no se compren AVEs porque gravan, indiscriminadamente, a quienes van en tren y a quienes viajan en avión; y que se suprima la ley de dependencia, porque ni tiene altzheimer mi padre ni obesidad mórbida mi tía... De todo este maremágnum, me quedaría con el canon de Pachelbel si la cosa no estuviera asociada a intereses más elevados que los que reclama el malestar de los ciudadanos. El verdadero interés de que esta polémica siga adelante es el que defiende la industria tecnológica, que ve en el canon un obstáculo a la venta de sus productos, como si sus beneficios no fueran ya bastantes. Y otro factor no menos importante es la mala educación de la mayoría de la sociedad española, que todavía responde instintivamente contra la compensación económica de los derechos de los creadores y no lo hace contra los altísimos ingresos que percibe un futbolista por sus derechos de imagen. Naturalmente ven más partidos de fútbol que cine, teatro u obras de arte y muchos más que libros leen, por eso discrepan del pago de unos derechos y alimentan otros, por eso asumen los incrementos en el precio (I.V.A. incluido) de sus abonos y entradas. Ya sé que ello responde a una impregnación mediática y su consecuente colonización de las conciencias, y que esos derechos de imagen los gestiona el club que los ficha; ¿pero no es ello también reflejo de una mala educación, cargada de hipocresía en este caso?
La mentalidad de los españoles aún debe madurar mucho, muchísimo, para llegar a la altura de la mostrada por nuestros vecinos. ¿Se imaginan que en una Feria del Libro en España se cobrara entrada por visitarla? Así se hace con naturalidad en Francia, por citar sólo un ejemplo. No, el español de hoy pagará su entrada para ver diez coches deportivos en una feria monográfica sobre vehículos de competición, pero pondrá el grito en el cielo y añadirá un ¡que les den por el...! si, aun a duras penas, su curiosidad le ha empujado a una feria libresca arrastrado por un diletante lector.
Otra cosa es sancionar como infalible y único el mecanismo del copyright defendido por las entidades gestoras de derechos de autor, y otra cosa es establecer esos abismos diferenciales de jerarquías entre las diversas disciplinas que generan esos derechos, y otra cosa es que la Administración se vuelque en las subvenciones al cine y a la ópera y no lo haga con, por ejemplo, la poesía y los títeres. Si se subvenciona la cultura (lastre que pagaremos muy caro a largo plazo), ha de subvencionarse toda, o, si no, comencemos a debatir si el cine y la ópera son cultura y la poesía y los títeres no.
Es más que posible conciliar la defensa de los derechos de autor con otras estrategias destinadas a los mismos fines y que no colisionan con el prejuicio del consumidor. Las licencias copyleft, por ejemplo, facilitan el reconocimiento del autor al propiciar una mayor distribución de sus obras sin que ello signifique ningún deterioro de sus derechos autorales. Una licencia copyleft sólo afectaría negativamente al cobro de algunos (no todos) derechos patrimoniales. Pero no debería perjudicar el trabajo contractual con editores, productoras audiovisuales o galerías de arte, con excepción de ciertas contradicciones que se están dando en producciones con soportes fácilmente reproducibles, como, por ejemplo las obras fotográficas, videográficas, etc., que se distribuyen en series limitadas para activar artificialmente su valor áurico como obras escasas y, lógicamente, multiplicar su valor económico. En este aspecto, el copyleft produciría un efecto corrector, trasladando el problema de la financiación hacia la producción y no tanto —como se hace actualmente— hacia la distribución de trabajos ya realizados que, en numerosas ocasiones y, paradójicamente, se hace con el apoyo de fondos públicos. Por lo tanto, el copyleft puede potenciar los canales tradicionales de remuneración de los autores y activar otros nuevos armonizables, sobre todo, con las herramientas digitales de las que hoy disponemos. Por otra parte, a la remuneración obtenida mediante autofinanciación y subvenciones, becas o mecenazgos es evidente que la licencia copyleft no les afecta en absoluto, al igual que ocurre con el copyright. Una difusión del trabajo, de manera libre, sin restricciones a la copia y la circulación, para uso comercial o no, es el mejor medio para promocionarse y darse a conocer y, en consecuencia, para recibir encargos, invitaciones a conferencias, cursos, propiciar contratos, etc. Por último, pensar que es factible vivir del trabajo mediante la redacción contractual con los distintos promotores comerciales y los derechos de remuneración (situación que alcanza sólo a unos pocos), resulta una pretensión potenciada por algunos sectores de la cultura y alguna entidad de gestión (la más proclive a la jerarquía) que difícilmente se verá realizada.
Ello no obsta para que, hoy todavía, se siga declarando desde ciertas posiciones que el copyleft es sinónimo de abolición de los derechos de autor e incluso de la misma noción de autoría. Se trata de afirmaciones que no se sostienen, realizadas desde el desconocimiento o la intoxicación deliberada. Copyleft defiende un modelo en el que el autor debe vivir de su trabajo, pero es indiscutible que ese trabajo ha evolucionado, ha cambiado, y no puede continuar adherido a anacrónicas iconografías. Soslayar la existencia de ese cambio es cerrar los ojos a la evidencia y dilatar lo inevitable mientras se continúa insistiendo en mantener el diseño de un mercado que a duras penas sobrevive dependiente casi en exclusiva de la financiación pública de, como he dicho, no todas las disciplinas.