Hace unos cuantos días que he concluido la relectura de un libro excelente de Clara Janés: Ver el fuego. Apareció en Olifante en 1993 y me ha transmitido la misma calma - quizá más honda esta vez- que mis lecturas primera y segunda. No me resisto a transcribir aquí el texto de aquella solapa olifántica en la que quise dar noticia objetiva de los poemas y que, pasados ya quince años, sigue pareciéndome razonablemente subjetiva. A ver qué os parece.
El razonado adagio con que Clara Janés abre su visión del fuego comienza «Yo no soy más que el ave, / menos soy», y concluye: «Perdonad el silencio: / la nada me recubre desde dentro». La simbiosis —en su acepción ortodoxa— del poeta con el pájaro sirve a la ocasión no sólo como elemento disimilador —que no disimulador— y comparativo implícito, sino además como concausa para que ambos —poeta y ave— eleven al unísono voz y trino —palabra y canto— a un puro referente lírico etimológica y literariamente considerado. Y la lectura nos descubre en seguida un bosque (animado) semántico revelador de lo que digo: «perdiz», «trino», «pájaros», «alar», «aves», «vuelo», «altura», «alear», «cormorán», «tórtola», «palomas»... y «verso cariámbico que unas alas figura»; «todo en llama viva abre el camino / a la música impar de las esferas»; «acordes múltiples que el silencio murmura»; «cantar es sólo abrirse como fuente»; «manantial de la música»; «toda nimbo de música», etc., etc. Este afán janesiano tomó cuerpo pentagramático ya en el «Planto» de Vivir y, hasta sus últimas consecuencias, en Kampa («II»). Ver el fuego es, por consiguiente, una delicada y gratificante reiteración, pero en la que la música ya no aparece en su forma explícita, sino ahora nombrada o, elidida, sugerida como mecedora de un amor sereno —¿o abatido?— alejado ya del excelente desborde zozobrante y sacrificial que vertiera ante el altar operístico y humano de Vladimír Holan en Kampa y donde la naturaleza, envuelta de un paisaje —como todo paisaje nombrado— existencial, sosiega el ánimo y el ánima, los «amansa» con su coro de seres habitando en el espíritu, el estro y los ojos del poeta. Si en Vivir este paisaje era panorámico, epigráfico, visto pero no vivido, aquí —como en Eros y Libro de alienaciones, v.g.— es vívido, sensual, abarrotado de aromas y de ritmos, mientras el cuerpo que existe en él y viceversa se pronuncia menos carnal que en textos anteriores. No «el filo más suave, erecto y encendido» que «planea y arremete las costas del amor», sino —aun con la «carne anhelante»— el desliz místico apela al «abrazo no abatido del mar»; ya no «yemas insaciables» palpando «vulvas», sino «aguas entregadas en cuyo seno mora la estrella de su pecho». Si «el ave dialoga con su ser», perdonada la mudez —silencio sonoro—, atendido su ruego, digo que, asimismo, Clara lo hace con «sus» palabras y no las de «otros» (¿cómo si no su garganta fuera Ješkine slov?), «cual fuego de artificio» con «la voz de la soprano».
Aunque epicedio del poeta, ¡epinicio del ave!
Aunque epicedio del poeta, ¡epinicio del ave!
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