18.8.08

La golfa calabresa (relatillo erótico)


Un error, el albur. Destino inefable que revela cuántas realidades ignoradas. Dirigirse a un encuentro con la novia de siempre (o con la novia), embebido en un hilván de imágenes describiendo una noche larga, un amanecer virtuoso en medio del rocío que humedece las matas tras un delicado tránsito por los pliegues de las carnes más entreteladas y más eréctiles masajeadas a prudente distancia del río (cima del exotismo para una "pija"). Todo armónico y suave, equilibrando el tempo, temporizando el gesto, los gestos a los que debía sujetarse una promiscuidad de calculado ritmo en sus fases, en el rito previo, en la contención de los sonidos, en el esparcimiento de los aromas. Un sueño oasísaco, paradigma del novio pijo embutido en un pellejo de dilemas.
Y, de pronto, ¡zaca! Yerro morro-cotudo, desvío mal señalado, carretera desconocida... y una puta que te para, porque, si no paras, te la llevas por delante. Una puta enorme, musculosa, que te « invita» a salir del coche (porque, si no sales, allí mismo lo desguaza). Sales, minúsculo frente a esa mole que blande un cuchillo con el que va segando, pelo a pelo, el vello de su pubis triangular y majestuoso. Ya no te cabe ninguna duda (se te han caído los pantalones); una mano acerada hace presa en tus cojones indispuestos (un escorzo psicosomático ha vulnerado su morfología) y, abriéndose paso a duras penas, el pene incipientemente endurecido aparece entre los dedos milagrosos de la mano putativa (espúreo tocamiento éste, pues a nadie que no fueran mis novias permití semejante e indebida apropiación) y comienza a crecerse ante la adversidad bien disimulada. Su fuerza es descomunal, la del pene menos, pero arrea dignamente. Sueltas imperativamente la pasta por adelantado (no hay otra manera: pagas sin garantía y sin conocer el resultado). Una puta digna y leal, honradísima por sí misma y en el cumplimiento de su tarea, te amenaza con una succión de la que, probablemente, no saldrás vivo. Con un morro ampuloso y una voz surgida de lo profundo, allí mismo te iza con sus brazos y te ordena permanecer inmóvil; te echa sobre una mesa previamente dispuesta para la ocasión. El cuchillo se aproxima, hiere primero el aire, luce dorado con el sol del ocaso... y te encomiendas. La verga, sin embargo, sigue tiesa como un boj templado al viento, y no sabes por qué es así (detalle baladí ante lo que se te viene encima). Allí caen primero como frutos agitados dos sandías que te ciegan y un piercing de acero que te siega la pelambrera del pecho (pierdes de vista el cuchillo) y sientes de repente el frío de una hoja metálica que te arrasa el vello del pubis y lo deja limpio como el de un muñeco. De inmediato, con un gesto sumado al gemido liberado de la ansiedad contenida (¡vaya!, se me ha ido el salto al cieno con el ritmo, y los determinantes y los adjuntos), las fauces del bellísimo monstruo arrojan su cálida lava sobre el rigor de Venus y comienza el guiso para concluir en pitanza: macerado, a la plancha, con salsa prima, en adobo, al horno, con queso fresco y huevos duros... músculo polifacético adherido a la sabiduría culinaria de la energúmena que se chupaba... lo que se chupaba.
Ahíto, duermes en el coche al que no sabes cómo has llegado. No puedes pisar los pedales (porque tienes los aductores destrozados) y, en mitad del camino, junto a los árboles que a aquel salón sirvieron de baldaquín, ya no hay nadie. La caníbal se ha ocultado hasta la tarde. Junto a ti, una nota: « Este banquete sólo te lo puedo ofrecer una vez al año».

1 comentario:

Anónimo dijo...

"La verga, sin embargo, sigue tiesa como un boj templado al viento" me ha gustado. Abrazos, Enrique.