¡Qué asombro! He leído con imperativa calma, querido hermano sin onomástica, clarividente cada día del año (porque ningún santo puede hacerte sombra ni, mucho menos, asombrarte); he leído, digo, tus poemas adolescentes y los he visto atravesar como flechas el firmamento.
Me digo yo que si escribías eso y así con 17, 18, 20... años —Rimbaud redivivo— cuando casi todos estábamos chupando de las ubres del verbum, ya no me asombran tus presentes precipicios (quiero decir, naturalmente, tus honduras).
Siempre pensé que tu ontologismo poético era una renovación del género (y no basta para desmentirlo la acaso cita de quien tú y yo, ahora mismo, sabemos), que debió necesariamente fundarse, allá en sus orígenes, en la ambigua mezcla de la intuición y de la deducción, en una especie de comunión del caos y la razón con resultado de vida, de perfecto equilibrio raciovital y que, por supuesto y consiguiente, otorgaba a tus poemas el extraordinario mérito de su primigenia conquista, pero de su ocupación apasionadamente civilizada, en la que subyace el impulso numínico, el rapto resplandeciente de la palabra como sola divinidad («¿Quién que es no es romántico?», se preguntó Darío, y, hoy, de nuevo il faut posser la question).
Keats levantaba altares a Pomona; tú, Castro, los deshojarías poniendo labios donde hubo pétalos y frutos; la palabra donde tallos y donde el mármol piedra pulimentada por la erosión de los besos, una erosión constructiva. El mérito es hoy mayor porque, advertido el cambio ¿qué ofrenda sería más hermosa? El mérito es hoy mayor porque re-creas lo que fue siempre tuyo, tu conquista, tu calma, tu indudable duda, no actuando el tiempo sino como cerca de constatación, verja de jardín poblada de enredaderas de ojos: los del otro, los de los otros, los tús con sombras y sin ellas, tus invisibles..., pese al amor en la distancia y la proximidad del amor, ya absuelto, pero visible. Esa cerca rodea ontológicamente a su contrario antropológico y, si Platón, Spinoza, Hegel, Heidegger (y, claro, Husserl) lo pueblan, no es menos cierto que la euritmia de semejante construcción reside precisamente en no asfixiar a quien habita el pensil y que no se cansa de repetir: «conócete a ti mismo y deja la Naturaleza a los dioses.» (Jamás tomes la cicuta —ni escuches su rumor— sino en las dosis razonables). Lo que quiero decir es que, al igual que Kant, creo que lo que acabo de decir respecto a tu palabra escrita constituye un juicio —y permíteme la petulancia— apodíctico; es decir, que el atributo (Poesía) proviene necesariamente del sujeto (Tú). Esto es más patente cuando leo tus poemas de los 70 y encuentro en los 90 su fidelísima prolongación, como un espejo de veinte años de largo y toda tu vida de alto. ¿Cómo, entonces, no reiterarlo: el atributo proviene...?
Pero no todo ha de ser cáliz de sophein. Encuentro tan jóvenes afirmaciones que me estremezco, y esta elevada finalidad de tus palabras me devuelve a la vida y a quienes me miran con los ojos del tiempo, porque el hombre es esto: ser y humano (ontós y anthropós); no puede ser de otra manera para verse y ser visto viendo. Cada trayecto, cada paso sobre él es un parión que señala gradualmente nuestra asfixia, huellas indelebles de nuestro crecimiento verbal y de nuestra mengua en la vulgaridad. Eres tú uno de esos seres que nos lo muestra y nos enseña a conocerlo. Sin embargo, siempre hay unos labios en los que respirar, pese a Cernuda y a la muerte (a quienes tanto quiero). Lo advierto, sí, y lo veo cuando miro hacia atrás y, más adelante, intuyo su certeza.
Que tan jovencísimos versos digan de tu crecido presente tensa cronológicamente el arco del futuro donde —de nuevo— apunta la flecha al espacio dispuesta para —decía Yupanqui— «llenarse de sol» desde el instante mismo en que la azote el rayo. «Dónde la flecha cayó» —proseguía Atahualpa, sin desvelarlo— tal vez fuera un mar, o lo desconocido, lugar incógnito —acaso olvido que se recuerda en blanco—, abismo de la nada, o el norte más extremo; cualquier lugar sería bueno si fuera por ti elegido, aun al azar, pues siempre acertaría la palabra, incluso la imprecisa, señalando un cuerpo, hiriéndolo —cicatriz—, con la precisión incontestable del albur, lenguaje que fecunda la herida abierta, estigma pero signo de la palabra sin duda, instante de iluminación y —nuevamente— asombro. Suena la música. Sueña la música.
Gracias, amigo (por tu juventud y por tu vejez).
2 comentarios:
Es admirable Mariano: poeta-poeta desde su inmensa humanidad y cercanía. Deseo leer esos poemas enseguida...Un abrazo
Querido Miguel Ángel:
ste otoño se presenta calentito por varias razones. Hablaremos a la vuelta de mis vacaciones.
Abrazos.
Publicar un comentario