La
exclusión social como fenómeno sincrónico en las sociedades desarrolladas constituye un asunto que no por su grado de aceptación natural deja de ser paradójico. Este sentido (el paradójico) es el que no llega a calar en la opinión general cuando su análisis se realiza desde una perspectiva profana, no especializada, quedando relegado, así, a su papel de mera coyuntura mediática y, en su caracterización (porque el perfil de los factores de exclusión es diverso), esa misma mediación informativa se limita a tratarlo como un hecho aislado, atomizado, sin profundizar lo suficiente como para llegar a trasladar a la opinión pública su verdadera magnitud. La exégesis sociológica exige que los factores que se presentan como desencadenantes de la exclusión social se aborden a partir de estudios de campo (encuestas), análisis de datos o interpretación de estadísticas. Una penetración científica del manejo de esos repertorios puede llegar a conclusiones objetivas y proponer —si es ése su objetivo― medidas correctoras con carácter preventivo.
Pese a que la información mediática en torno a situaciones de
exclusión social resulta, a la postre, parcial, sometida a coyunturas políticas o a procesos de vaivenes económicos, en su conjunto muestra un mosaico suficiente de datos para que el ciudadano exento disponga por fin de un perfil aproximado de ellas y de algunas de sus causas. Un breve análisis de esos datos en seguida pone de manifiesto que la exclusión social se percibe levemente como un problema, aunque como un problema de segundo orden y, desde luego, no más trascendental que el que impone el hábito de percepción de otros como el paro, la inmigración o el terrorismo; de hecho, específicamente expuesto, así, como
“exclusión social”, no es percibido como “problema” y ni siquiera aparece como tal en las encuestas institucionales, que ―cabe pensar― no es deducido de las variables sometidas a consulta.
Las sociedades desarrolladas, en cuanto que están basadas desde la edad moderna en un modelo de acumulación de capital mobiliario y patrimonial, se han acostumbrado a convivir con graves desafueros sociales como la pobreza y la delincuencia, hasta el punto de que su existencia es connatural, consustancial, a estas sociedades y su grado de percepción “problemática” no pasa de ser considerado como un “mal necesario”. Resulta, por lo tanto, recurrente que uno de los factores (aunque, naturalmente, objetivo) existente en la base de la exclusión social sea la pobreza. El propio desarrollo de las sociedades que menciono ha ido incorporando lógicamente variables sociales que han ido incidiendo en el aumento de los problemas tradicionales y añadiendo otros paralelos a ese desarrollo. Éstos han ido incrementándose, sobre todo, a causa del paso de un modelo de
capitalismo de producción a otro de
capitalismo de consumo, trasvase relativamente reciente en
Europa y constatable a partir de 1970, pero que en
España no tiene un verdadero efecto hasta finales de la década de los ochenta, casi veinte años después. Este capitalismo de consumo abandona el modelo de producción de bienes para aplicarse a un nuevo sistema donde prima la rentabilidad de los servicios, hecho paralelo a un aumento parcial del poder adquisitivo de los ciudadanos y al hartazgo del consumidor por el acopio de objetos. Ya no será necesario disponer de dos televisores, dos lavadoras o tres aparatos reproductores; ni siquiera nos molestaremos en arreglar el pinchazo de la rueda del coche; bastará con llamar a nuestra compañía de seguros; sustituimos un lavavajillas por el viaje a un país exótico, un deporte de riesgo, una aventura o un crucero.
El esquema capitalista de consumo sustituye al esquema capitalista de producción de la misma manera que el
capitalismo industrial ha sido sustituido por el
capitalismo informacional. Los media, la comunicación, se han transformado en un valor en sí mismos y su producción es la que da sentido a la acción explotadora del capital; pone a su servicio la máxima capacidad del trabajo y en torno a ellas se construyen las identidades de ficción y se proyectan los anhelos del consumo. Este proceso se ha acelerado gracias a la proliferación de las nuevas tecnologías y, sobre todo, a su masificación, a la absoluta permeabilización que la sociedad ha mostrado frente a éstas. Las estéticas icónicas fundan su permanencia paradójicamente en su efimeridad y comportan, a su vez, la atomización de los estilos de vida que, por otro factor paradójico, aquilatan en un todo la heterogeneidad de las experiencias individuales. Los
mass media desempeñarán un papel determinante en el proceso de subyugación a la tecnología y a las políticas aplicadas, en este sentido, por el Poder político como mecanismo de modificación de los hábitos de vida y darán contenido al epíteto («
sociedad de la información») que definiría la fisonomía social de las dos últimas décadas del siglo XX. Pero la sociedad de la información no surgiría sólo del avance de ese esquema tecnológico expansivo, sino también de la quiebra de sus bases económicas. La respuesta a la crisis fue la reestructuración del modelo económico convirtiéndolo en lo que apropiadamente ha definido
Manuel Castells como «
capitalismo informacional» [pág. 67], cuyas premisas se fundan en la reducción máxima de los costes de producción a base de descentralizarlos contratando mano de obra barata en otros territorios; en las reconversiones de la industria (siempre traumática, como puntualmente se ha experimentado), sustituyendo la mecanización pesada y la fuerza de trabajo a ella anexa por tecnologías altamente sustitutivas y su inmersión en mercados del sector terciario y en tecnologías de la comunicación; y en la
globalización del movimiento del capital constituyendo grupos financieros y empresariales de ambigua definición y gran heterogeneidad de actividades con una gran flexibilidad. Producción y consumo de bienes inmateriales, asociados inmediatamente a las demandas de las sociedades del «bienestar» (la comunicación, la cultura, el tiempo de ocio, las experiencias individuales como estilos de vida) constituirán los pilares del nuevo capitalismo en las sociedades desarrolladas. Una de las perspectivas de análisis de las nuevas tecnologías la constituye su definición específicamente comercial propia de una postura neoliberal, que lo asociaría a la «natural» evolución del libremercado y el uso para sus propios fines, fundamentalmente para su expansión global y, por ende, para la exclusión de sociedades y comunidades humanas que no se adaptaran al nuevo modelo de mercado. Desde esta perspectiva, los núcleos de control y expansión estarían sustentados por los grandes centros financieros y la trabazón en redes creada por corporaciones empresariales multinacionales. Ambos detentarían el control sobre los flujos económicos y sobre la gestión de la riqueza, cuya ejercicio práctico se trasladaría a las instituciones políticas y a su papel de vigilantes estratégicos de los flujos de capital para garantizar la permanencia y desarrollo de los mismos.
Pero no es sólo ese cambio de modelo uno de los motivos, a mi juicio, que agravan, amplían, diversifican y explican el fenómeno de la exclusión. Desde luego que el paso de un proceso de producción de bienes a otro de consumo y de acceso a los servicios rompe la relación tradicional del mercado de trabajo. La primera consecuencia es la
destrucción de empleos (reitero las reconversiones industriales) paralela a una mayor tecnificación de la producción que excluye la necesidad de la fuerza de trabajo tradicional y que en
España se soporta relativamente gracias a que coincide con un paralelo y significativo estancamiento demográfico, consecuencia, en buena parte, de la tímida, pero ya imparable, incorporación de la mujer al mercado laboral con bajo costo salarial. Otro factor desde luego determinante es la irrupción de aquellas
nuevas tecnologías. Se ha pasado de un modelo mecánico a un modelo electrónico. El paso es más que significativo y apenas podemos darnos cuenta todavía de su trascendencia porque aún nos falta profundidad de campo, distancia suficiente para enfocarlo. Sin embargo, las consecuencias han sido inmediatas: la robotización de los dispositivos productivos, la adaptación a esas tecnologías del sector industrial y de servicios (banca, administración…), ha deprimido todavía más el mercado de trabajo, no sólo en su aspecto cuantitativo, sino, y sobre todo, en el cualitativo. El acceso al mercado de trabajo exige hoy una preparación técnica no convencional fundada, sobre todo, en la traslación a la conciencia del ciudadano de un diseño sociolaboral en el que lo necesario es lo pragmático, mientras que las generaciones aún productivas y sus empleadores, arrastrados por la inercia del convencionalismo, han debido adaptarse o desaparecer; a su vez, las nuevas generaciones productivas todavía no han accedido plenamente a esos nuevos dispositivos. El análisis de las problemáticas de la
exclusión social debe centrarse no sólo en la patología de los problemas, sino también en su etiología. A este respecto, el diagnóstico en torno a los segmentos de población que sufren con más rigor la
exclusión social da como resultado que el sexo, la edad, el nivel formativo, el grado de participación política y social, los colectivos de inmigrantes, su acceso a la comunicación, condiciones sanitarias, etc., constituyen referencias inexcusables. En España, las mujeres, los ancianos y los hogares de mayores de 65 años sin hijos son los grupos más vulnerables a la exclusión y lo son menos los hombres, las personas comprendidas entre los 16 y 44 años y los hogares compuestos por adultos con uno o más niños. Efectivamente, no es explícitamente la pobreza el factor desencadenante de la
exclusión social. Su grado dependerá de la confluencia de diversos factores que remiten a la exclusión también en sus diversos perfiles. Esta idea se encuentra en el centro de toda síntesis analítica en tanto el término “social” posee un campo de significación amplio y, a veces, ambiguo. El ama de casa, cuyo trabajo no es reconocido desde una perspectiva puramente social (aunque sí desde la asunción como un
hábito “social”), es, sin embargo, uno de los vectores que incide en la exclusión de este amplio colectivo; podría decirse lo mismo de cuantos pensionistas medios españoles disfrutan de un retiro cuyo sustento económico no es determinante para constituirse en un colectivo socialmente excluido; grupos más o menos ideológicamente activos que son rechazados por los esquemas políticos dominantes; y también de todos aquellos grupos de población que presentan distintos grados de dependencia (
minusválidos, pensionistas sin familia, etc.).
Pero existen otras causas primarias de los efectos de
exclusión social. A las causas que podemos llamar tradicionales en un sistema capitalista y que, en muchos casos, permanecen como tales (digamos de nuevo la
pobreza, el trabajo sin remuneración del
ama de casa, pensionistas dependientes,
parados de larga duración, minusválidos...) se unen las más recientes surgidas a partir del cambio del modelo productivo, de la aparición de las nuevas tecnologías y de la
sociedad de la información. Y ello es importante si queremos explicar cómo el flujo inmigratorio en
España se encuentra inmediatamente asociado no sólo a su desarrollo económico, sino también a la difusión mediática de ese desarrollo, en la que interviene, efectivamente, la descripción de un modelo de vida idílico, de elección libre de tiempos de ocio y de medios suficientes para su ejercicio: amplísimos núcleos de inmigrantes engrosarán, por ello mismo, el saco de la exclusión, a lo que es necesario añadir las condiciones de absoluta indigencia en que permanecen, los medios que utilizan para llegar a nuestras costas y los efectos secundarios de su repatriación, que también deben asimilarse al efecto de
exclusión social. Es importante también si queremos explicar cómo el acceso de los jóvenes al mercado de trabajo exige un margen cada vez más amplio de adaptación psicológica a una situación que es biológicamente antinatural: la independencia y la autonomía económica han incrementado de forma importante el tiempo de su ejecución. Desde este punto de vista meramente psicológico, los hijos que conviven en casa de sus padres hasta edades sorpresivas constituyen un grupo de
exclusión social oblicuo.
Los
medios de comunicación han dejado de aplicarse, salvo de forma retórica, el calificativo de independiente; es más, ni siquiera ocultan su afiliación a una ideología determinada que defiende o arremete contra el ejercicio político y social del Poder. Hoy, constituyen, además, corporaciones económicas diversificadas con intereses financieros, mercantiles y, claro es, políticos. Hasta qué punto este conglomerado de intereses determina la elaboración y puesta en práctica de políticas sociales y en qué medida favorecen o perjudican esos intereses, es cuestión que escapa con frecuencia a un análisis en superficie, pero que no por ello deja de ofrecer datos seductores para una exégesis en profundidad. El
capitalismo avanzado, o “
economía de la velocidad”, como prefieren llamarlo otros [Enzo Rullani, 2004, págs 99 y sgtes.] es, hasta hoy, el máximo exponente de la especialización desintegradora del ser individual a la vez que de la especialización globalizadora y creadora de modelos estándar de consumo, y en su raíz se encuentra el concepto de rentabilidad llevado a su grado superlativo. A este respecto, mucho tiene que ver el diseño de una sociedad y de un mercado en los que prima la capacidad técnica sobre cualesquiera otras; un diseño en que el sentido pragmático de la existencia ha ido desvinculando a ésta de sus rasgos más humanos
[1], de manera que términos como empatía, solidaridad y otros por el estilo van desapareciendo de la definición ontológica del ser humano, desplazándolo a su exclusiva entidad antropológica; es decir, a su papel productivo y consumista o –quizá más grave- constriñéndolo en los compartimentos de la vulgar cultura del espectáculo televisivo en una especie de multitudinaria y mayúscula catarsis premeditada. Lo preocupante es que semejante esquema de rentabilidad capitalista se ha traslado a la definición del Estado como tutor y administrador de esos valores. Conceptos como “
bien común” y “
justicia distributiva” han quedado relegados al diccionario retórico del ejercicio político. La administración de la
res publica se asocia indefectiblemente a los intereses puros del Poder transitorio de la clase política (que ha sustituido a la antigua aristocracia) y, en consecuencia, todo aquello que se le oponga ingresará, desde otro punto de vista, en el amplio segmento de la
exclusión social; por ejemplo, las minorías críticas que se oponen al sistema del capitalismo de consumo y que, pese a fundarse en prácticas sociales alternativas, regeneradoras o paliativas, son excluidas socialmente a la vez que criminalizadas porque son percibidas como un “peligro político” (movimiento “
Okupa”, “
V de Vivienda”, etc.)
Lo que parece evidente es que las propuestas para dar solución a los problemas de la exclusión social siempre serán insuficientes. Bien está exigir al Estado la elaboración y puesta en práctica de políticas sociales que reconduzcan la situación; bien está que se invoque la necesidad de crear núcleos interdisciplinares que aborden en su conjunto todas las variantes de la exclusión social. Sin embargo, lo hecho hasta ahora muestra que, mientras el Estado financia a entidades colaboradoras enfocadas a paliar esos problemas, o crea instituciones propias con los mismo fines, los problemas persisten debido a que, por una parte, esa financiación y creación son puros maquillajes políticos para ocultar sus arrugas sociales y, por otra, las entidades beneficiarias de la financiación simplemente ejercen un papel caritativo, además de que sus prácticas se encuentran maniatadas por su dependencia económica del Estado. En la ecuación Poder político = intereses económicos ± información, es la sociedad la que sufre las consecuencias y, además, deja sin despejar muchas incógnitas. Sería necesario exigir del Poder político asociado a su propaganda que el problema de la
exclusión social se abordara, primero, desde una concienciación general que permitiera percibirlo como “verdadero” problema de las sociedades desarrolladas (en
España, país perteneciente al Primer Mundo,
ocho millones de personas –no lo olvidemos- viven en el umbral de la pobreza; o, lo que es lo mismo, ¡un quinto de su población! [TrabajoZero, 2001, pág. 8]). Debería exigírsele al Estado un sistema impositivo que ponderara suficientemente las astronómicas plusvalías de las grandes corporaciones económicas,
trusts empresariales y entidades financieras de manera que dispusiera de recursos suficientes para aplicar políticas sociales estables y no transitorias. Si los
mass media sirven de paraguas, solapa o
set de maquillaje del Poder político, debería exigírseles que, para propiciar aquella concienciación general, es necesario enfocar el problema en plano corto y sistemático en vez de ofrecer una panorámica con diafragma abierto en el que todo se ve borroso. Las soluciones deben partir de la asunción del problema, y esa asunción sólo es posible citándolo. La praxis del Poder, en cambio, sistematiza la estrategia de la omisión: lo que no se cita no existe, y esta estrategia da muy buenos frutos a la falaz estabilidad política y, en consecuencia, a la engañosa estabilidad social. Crea grupos de opinión afines a sus propuestas, pero anula el sentido crítico opositor, desde luego lo anula en su propia génesis. La intuición, no obstante, de que algo falla jamás podrá ser solapada. Esto es, precisamente, lo que hay revelar. Poner en evidencia los mecanismos políticos de omisión es el primer paso para la concienciación del problema y, por lo tanto, para comenzar a poner en práctica auténticas y eficaces soluciones.