Alfredo Saldaña en 2008 (Zaragoza) |
Tengo la satisfacción, más que de presentarlos ante vosotros, de compartir con ellos esta noche. Son muchas las razones que me caben y que no caben aquí, aunque una sobre cualesquiera otras es imperativo destacar: son mis amigos. Tres generaciones peinan la trenza de esta amistad. Alfredo Saldaña, aragonés de Toledo, desde aquel lejano suyo Fragmentos para una arquitectura de las ruinas que, en borrador, me entregó y sobre el que, todavía inédito, escribí en el desaparecido periódico El Día. Dije allí (y permitidme la arrogancia) que en Alfredo Saldaña teníamos a un poeta de altura, y añadía: Ya lo veréis. Estábamos en 1988 y, desde entonces, han sido muchos los momentos que han signado una amistad irrompible y gratísima unida siempre a sus avatares literarios y profesionales. Hoy, además de los libros de poesía que nos ha entregado (Pasar de largo, Palabras que hablan de la muerte del pensamiento, Humus), estamos también ante uno de los mejores conocedores de la estética de la postmodernidad. Sus estudios son celebrados y uno reciente aparecido en los "Papeles de Trasmoz" resulta ser una joya que debemos leer para saber por dónde van los tiros y los troyanos en esto de las fuentes estéticas de una corriente que no se sabe muy bien qué cauce toma y cuál abandona. En cualquier caso, Alfredo está esta noche aquí como poeta, como un poeta discreto y no muy pródigo, muy rilkeano en el asunto de abordar la poesía con paciencia. Habrá que encontrar en él a un recaudador de Eliot sin Eliot, de Pound sin Pound; habrá que afirmar que la metapoesía de Saldaña es una vuelta de tuerca más contra la corriente única que ha señalado con estolidez supina el fin de la historia. Pues no, ni fin de la historia, ni fin de nada. En Alfredo Saldaña encontramos un principio que apunta a sustituir tanta palabra estúpida y anecdótica de la última poesía española por una palabra precisa, por la sintaxis de un pensamiento que en ningún momento abandona ni desdice la posición que ha de ocupar el ser humano. Resulta ser una epifanía del verbo, una revelación de la conciencia poética que Valéry habría saludado con entusiasmo, pero que, en cambio, es ininteligible para los anecdóticos exangües y el insoportable amaneramiento de una experiencia engañosa que nos embuten con colorantes y espesantes.
Ignacio Escuín en 2010 (Barcelona) |
Resulta que Ignacio Escuín fue alumno de Alfredo Saldaña y que luego Alfredo Saldaña dirigió su Tesis doctoral, y que Ignacio Escuín (que no para ni un segundo de hacer cosas) había dirigido la revista universitaria Eclipse y que, al tiempo, se sacó de la manga la editorial Eclipsados que tanto y tan bien ha dinamizado los últimos años de la poesía aragonesa con evidente repercusión fuera de su territorio. Coordina además en la universidad zaragozana el programa Este jueves poesía bien conocido de todos. Nacho tiene treinta años y ha hecho tantas cosas que uno se marea. Entre ellas, publicar en Eclipsados Humus, el último y señalado libro de su profesor, director tesital y amigo. Pero él no ha dejado de escribir. Su primer libro, Profundidades, es de 2005 y el último, Habrá una vez un hombre libre, de 2009; en el intervalo, Ejercicios espirituales, Pop, Couleur y Americana. Ignacio Escuín ha declarado los siguiente: "no más tinieblas en mis versos. No más versos oscuros ni en este papel, ni en mi vida, ni en mi cama". Lo dice, precisamente en ese último título, en Habrá una vez un hombre libre; pero lo había hecho antes que dicho ya en los dos inmediatos anteriores, al menos con la nitidez que él quiere constatar en su declaración principal. Y a ella se entrega a través de dos señaladas morfologías: la prosa rítmica y el verso polimétrico. Es verdad que utiliza más metáforas, más símiles, como en el poema sobrevolado por un conocido buitre que recoge la derrota de España en los cuartos de final del mundial mejicano de 1986. Él lo sabe, pero quiero recordar a todos que el gol del empate de España lo metió el zaragocista Señor desde fuera del área a pase del zaragozano Víctor sacando un córner. Hay más símbolos; Couleur es un libro enteramente simbólico. Sin embargo, ni en uno ni en otro caso -ni en Couleur ni en Americana- ha prescindido de la claridad; ha borrado las tinieblas y ha dejado un leve difuminado en donde se aprecia el sentir y la engañosa persuasión de la belleza, aunque también su certeza y su violabilidad; la observación también atenta de este nuevo poeta en Nueva York descifrando y constatando los tópicos y encerrándolos para siempre en The Club, ese escogido emblema lleno de pijos de la 5ª avenida en una época de esplendor diseñado, calculado y falaz absorto en la utópica influencia de la ignorancia.
Cuando Alfredo publicó su primer libro en 1989, Ignacio tenía ocho años; no cabía entonces en su imaginación que luego, entre otras cosas, los uniría un Humus. Cuando España cayó en los cuartos de final en Querétaro en 1986 (partido que recuerdo con cierta nitidez), yo tenía treinta y cuatro años; ni sabía que Ignacio cumplía cinco ni Alfredo veintidós. Ortega tenía razón al establecer entre diez y quince años los intervalos generacionales. Nosotros tres somos hoy la prueba: tan distantes y tan cercanos. Y, sobre todo, con la daga de la cruel vivisección guardada en el cajón.
6 comentarios:
Me alegra encontrar juntos a dos amigos (súmate tú, Forega...).
Desde la lejanía, felicitaciones a los tres. Grandes, grandes...
Aquí estoy, Albert, sumado. Me gratifica encontrarte a ti también, querido amigo.
Gracias, hermano Miguel Ángel.
Gracias por la amistad
Pronto , serán tres..
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