De verdad ignoro si la poesía ha sabido flirtear con la figura de su ejecutor; si éste, el poeta, flirtea con su 
personae. Pese a 
Pessoa (de cuyas razones no dudo), subyace una verdad en toda palabra poética. Anoche, 
José Luis Piquero advirtió de esta característica definitoria en su concepción de la poesía; sin embargo, también reiteró que sus epígrafes y sus emblemas nominales eran máscaras que, como la lengua del camaleón, atraían hacia sí —en un rasgo meritorio de empatía— al otro o a lo otro. Esas máscaras (es decir, los 
personae o, lo que es lo mismo, los ‘nadie') actúan como atavíos en cierto modo representativos de la salida al mundo (que, digámoslo de inmediato, se traduce ‘limpio'). Allí, en el mundo, 
José Luis Piquero dedujo bien que no es tan limpio e, incluso, coligió que muchas de sus proverbiales basuras es lo que de verdad nos hace ser lo que somos. La distancia, empero, de la máscara, ese velo sólido que parecería impenetrable como el gesto del 
actor in scœna, transfigura su imagen por medio de la palabra poética de 
Piquero para convertirse en el 
auctor, desmintiendo, así, el significado del axioma 
a mente vultus fingitur con la inclusión de un simple adverbio: 
a mente vultus non fingitur. Sí, es verdad que no habría sido necesario acudir a tantos latinajos para repetir de nuevo que allí donde se encuentra lo convencional, si se topa con 
Piquero, se convierte en aconvencional, y para ello, además, toma la distancia justa, la que jamás hace errar al camaleón y le permite envolver al objeto y al sujeto en la certeza de su lengua.
Paul Valéry afirmaba osadamente que «el dolor es música». Por supuesto que se trata de una metáfora, una metáfora hermosísima producto de una intuición desgajada de su aplicación a la física cuántica. 
Eva Vaz (a quien tuve oportunidad de escuchar hace unos años en el 
Festival Internacional de Poesía «Moncayo») probó que 
Valéry tenía —tiene— razón. Con sus versos ha invertido la metáfora y nos ha mostrado que el dolor puede ser —es— música. Esos poemas escatológicos (no a la manera de 
Nietzsche, no; lo digo como lo diría 
Gracián, aunque se parezcan) buscando con perseverancia las razones del final, de los finales, de los abismos del drama tienen un qué sé yo de reinterpretación que los convierte en melodía: un tránsito vital que —ahora sí— difícilmente 
Nietzsche reprobaría. Sin embargo, bajo la aparente pátina de pesimismo, sus poemas vierten en la crátera de la vida aquel componente que los hace decididamente verdaderos: la realidad (así, dicho de sopetón, parece un 
topos vulgar), que no es moco de pavo, pues suena, suena con armonía concertada.
Y, a todo esto, 
Cuidado con el Perro (
David Guillén -piano- y 
Rafa Sanemeterio -histrionismo y voz-)  nos abandonó a los placeres del 
swing. En posición decúbito supino, nos largó un 
blues para emborracharnos y, una vez más (pero ésta con matices añadidos), nos regaló con 
El intelectualoide, un tema genial que 
Rafa aderezó con una "bola  con nieve por dentro", y dentro estaba la 
Pilarica, volteándose como un moñaco. 
El intelectualoide es ya
, incontestablemente, el himno de este ciclo de
 Poesía para Perdidos que dos sábados al mes organiza la 
Asociación Aragonesa de Escritores en "La Campana de los Perdidos" de Zaragoza.
(Las fotografías están tomadas de sus respectivos blogs)